XVII: Lapsus

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Robin, que estaba perdida, sola y a merced de una bestia, se armó de valor poco a poco para mantener la cordura y soportar su malestar físico. Algo estaba ocurriendo en su cuerpo y no hallaba la explicación y aunque tuviera sus sospechas acerca de lo que le pasaba no quería hacer más lío en su cabeza, ahora la situación era apremiante. Analizó sus opciones y prefirió guardar energías para el momento de escapar, la náusea y el mareo la atacaban pero eso no le impedía poner atención a cada ruido o palabra que escuchara. Tuvo cinco minutos de tregua antes de escuchar por fin cerca de ella la voz mas desagradable de todo el maldito planeta. 

— ¡Hola, bella...! — sintió un jalón y la bolsa que cubría su rostro salió volando lejos —. ¡Vaya! Aquí estás, mira tu cara, esa cara tan preciosa... — Lucci la tomaba del mentón apretando sus labios, le dio un beso forzado a la chica que casi no podía contener el disgusto.

— Eres tan miserable que debes recurrir a esto, que poco cerebro tienes, ni hablar de valor... 

— Sí, son solo detalles, lo importante es que estas aquí y que tenemos toda una vida por delante, no volverás a comportarte como una simple mortal porque no lo eres, para eso te traje, debes irte conmigo...

— ¡¡¡Ni en tus mejores sueños, maldito bastardo!!! — él no se tomó bien el comentario.

La tomó del pelo y la arrastró a un lugar dentro de una escuálida estructura que se podía ver en medio de la penumbra que antecede al amanecer, el lugar, era similar al que había usado la otra vez para torturarla pero no era la misma locación. Esta vez se encontraban en medio de una especie de bosque por lo que la chica dedujo que estaban a las afueras del pueblo, muy lejos de su hogar y lejos de sus amigos, el retorno sería complicado pero no imposible. Lucci la amarró violentamente con cuerdas que lastimaron su piel con el roce, sin embargo, ella no emitió ni un sonido de queja ni de dolor. Su cara solo reflejaba la rabia que sentía mientras su captor se burlaba sin piedad de su situación.

— Verás cariño, yo no acepto un no por respuesta, ya deberías saberlo, no me rindo, mucho menos contigo — se sacó la chaqueta y la camisa mientras seguía monologando, ante una mirada de ella continuó—. ¿Se te antoja? Sé que sí... lo pasaremos muy bien tu y yo, como en los viejos tiempos... ¿te acuerdas? ¡Aaaww! mira que tierna te ves ahí, indefensa, mira lo que te vas a servir... — se acercó a oler bastante cerca algunos mechones de su cabello, le mostraba a la chica su torso bien definido, ella lo miró con todo el odio que fue capaz de demostrar y le escupió a la cara, recibió una bofetada que le hizo sangrar la comisura de sus labios —. ¡A mí no vas a hacerme eso, perra!

— Puedes hacer lo que quieras, imbécil, pero jamás conseguirás nada de mí — escupió la sangre nuevamente a la cara de Lucci —. ¡Lo único que provocas en mí es un asco insoportable!

— ¡Ay, Niña Demonio! Hieres mis sentimientos, claro, si los tuviera... — dijo con su tono más sarcástico y una carcajada siniestra resonó en todo el lugar, ella vomitó al escucharlo no podía contener la nausea por mas tiempo —. Discrepo, querida, mírate, puedo hacerte lo que quiera, como esto por ejemplo...

Rasgó su vestido angelical parte por parte, sonriendo con satisfacción al ver la expresión temerosa y perdida de ella, el tipo no tardó nada en convertir prácticamente toda la prenda en jirones repartidos en el suelo. Deslizó los dedos sobre su piel, ella lo sintió como si fueran desagradables tentáculos recorriéndole. Un dolor punzante le retorció las entrañas pero no quería demostrarlo en su rostro.

— ¡Eres un maldito hijo de puta! Y eso será lo último que escucharás de mí... — murmuró sellando sus labios con la determinación en la mirada.

Lucci, haciendo gala de su vasto repertorio, le dijo de todo lo que tenía en su diccionario personal de insultos, algunas cosas tales como que era una puta, que era una maldita, que no soportaba perder sus dones especiales, que él era su destino y que por lo tanto había que cumplirlo, que juntos lo conquistarían todo; trató por todos los medios de provocarla pero la roca en la que se había convertido no dio ni una señal. Aprovechaba también en la medida que hablaba para tocarla, descarada y violentamente, entre sus piernas, apretando sus pechos, pellizcando sus pezones, su rostro, besó sus labios a mordiscos, le dio más bofetadas. Ella no reaccionaba ante ninguno de sus obscenos toques aunque estuviera retorcida de la repugnancia por dentro. Nada. Sus ojos lucían vacíos, la mente de ella estaba puesta estratégicamente en otro lugar, con su amado.

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