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—Eres la persona más estúpida e insensible que he conocido jamás. —El chico se cruzó de brazos, hundiéndose en la silla. —¿Es que eres incapaz de ver lo más obvio?

Sukuna frunció el ceño, queriendo tomarle de la sudadera y estamparle contra la pared más cercana. Nunca se habían llevado demasiado bien. Le llevaba cuatro años de diferencia, pero eran bastante parecidos el uno al otro. Obviamente, él era el más atractivo y magnífico de los dos.

—¿Qué? —Alzó el labio superior, formando una mueca, viendo cómo su hermano lo atravesaba con la mirada.

—Lo tratas con demasiada indiferencia. —Itadori se encogió de hombros, frustrado. —Megumi necesita amor y cariño, ¿sabes?

Consideraba que ya le daba amor y cariño. Lo besaba, le hacía el amor todas las semanas, las veces que eran necesarias, y le decía que lo quería. Joder, no podía ser tan difícil. Su pecho se había quedado vacío y preocupado después de lo que le había dicho aquella noche.

Tal vez, el problema era que se estaba cansando de él. Sintió una punzada que le atravesaba el corazón. Aquello era imposible.

—Eres una pérdida de tiempo. —Soltó, levantándose de la silla de la cocina, dispuesto a irse.

—Y tú una piedra sin sentimientos. —El chico hizo lo mismo, sin molestarse en acompañarle a la puerta. —Megumi quiere que lo mimes, que le digas cosas bonitas y que le pongas apodos cariñosos. Apostaría las cenizas del abuelo a que es él quien empieza las conversaciones, porque tú no te molestas en preguntar cómo le ha ido el día.

Se detuvo en el umbral y se dio la vuelta, mordiéndose el labio inferior con fuerza. Sin embargo, no había nada que pudiera decir o afirmar para rebatir aquello.

Comenzaba a sentirse una persona de mierda, comenzaba a darse cuenta de lo abandonado que lo tenía. Y la noche anterior sólo había podido pensar en sexo, ahí estaba la razón de la reacción que tuvo su novio. Era un imbécil que lo había jodido todo con aquella frase.

Tenía miedo de que Megumi pensara que lo veía sólo como un objeto.

—Lo quiero de verdad, Yuuji. —Aseguró, mientras se ponía la cazadora de cuero encima de la camiseta blanca de tirantes. —Sino, no estaría saliendo con él.

—El amor no sólo se demuestra con esa frase de mierda. —Se cruzó de brazos, arrugando la nariz. —Ya te lo advertí cuando me contasteis que erais pareja. Si en algún momento le haces daño, aunque sólo sea un poco...

Sukuna abandonó el apartamento sin dejarle terminar. Aquella amenaza la conocía de memoria.

⋆★⋆

Un manto nocturno cubría el extenso cielo.

En ocasiones, Fushiguro acababa sus clases a las ocho, cuando la Luna ya brillaba. Siempre iba caminando de vuelta al apartamento pero, aquella vez, Sukuna esperaba con el coche en la entrada de la facultad.

Bajó la ventanilla en cuanto se topó con aquellos preciosos ojos de mar, envueltos en frío. Un tierno gorro de lana cubría la cabeza con el abundante pelo negro y el chico metía las manos en los bolsillos, abrumado por el helado aire.

No podía dejar que su corazón se convirtiera en una estalactita. Dulce, tenía que ser dulce, como un pastelero que pudiera probar cuando quisiera.

Era tan bonito y precioso, suave y esponjoso como la lana. Tenía ganas de abrazarlo durante toda la noche, de cocinarle algo que le gustara y llevárselo a la cama para besar sus tiernas mejillas rosadas.

—¡Oye, tú! —Le gritó, desde el asiento del conductor, al ver que su pareja no se había dado cuenta de que el coche estaba allí. El chico se giró, reconociendo la voz. —¡Sube al coche, guapo!

Tal vez su intento de ponerle un apodo cariñoso había fallado. Y muy estrepitosamente, porque Megumi no dijo nada, se limitó a aproximarse al vehículo y entrar, a dejarse caer a su lado en silencio.

Ryomen le rodeó los hombros cuando cerró la puerta, se acercó para esparcir besos por su rostro. Si tuviera que comparar a su novio con una fruta, sería el melocotón, igual de suave y bueno. Y él adoraba los melocotones.

Decidió que lo haría, que cubriría a aquel ángel con una enorme manta y lo mantendría calentito durante todo el invierno. Le dejaría la sudadera negra que llevaba en aquel momento. Era tan absorbente, con aquellos ojos repletos de burbujas.

—Pareces sacado de un sueño, Megumi. —Selló aquello con sus labios, sintiendo el sabor a bálsamo de sandía. Bajó sus iris de rubí por su abrigo azulado, sabía que el hecho de que lo mirara de aquella forma, desvistiéndole, le ponía a cien.

El menor sonrió con timidez, sorprendido por aquel recibimiento. Si bien se había enfadado ligeramente por cómo le había gritado —como si fueran un desconocido acosado por sucios piropos—, lo tomó del rostro, rozando su nariz contra la suya, los ojos cerrados.

Sukuna volvió a su sitio, tras darle un beso más. Sonreía y veía otra sonrisa en la boca de su pareja. Se enfocó en la carretera, sintiéndose bien consigo mismo, sintiéndose realizado. Dejó una mano en aquel muslo vestido de negro, acariciándole con cariño, sin dejar de fijarse en las señales de tráfico que dejaba atrás.

Sin embargo, había demasiado silencio. Su —molesto, estúpido, un error en definitiva— hermano tenía razón. Pero sólo un poco. Logró acordarse de lo que tenía que preguntar.

—¿Cómo te ha ido en clase, meloncito? —Genial, aquel apodo sonaba como la mierda. Se dio una bofetada mental. —¿Has estudiado mucho?

—Pues... —Un ligero rubor se abrió paso en aquel rostro. —Bastante bien, pero estoy muy cansado. Tomar apuntes con el ordenador, durante tanto tiempo seguido, me da migraña.

Notó que unos dedos se entrelazaban con los suyos, la calidez de la palma de su mano contra la suya.

—Oh. —Exhaló un suspiro, deteniéndose frente a un semáforo en rojo. Se acercó a su oído, para susurrarle. —Si estás tan cansado, puedo llevarte en brazos a la cama.

Megumi apartó el rostro, con el aliento haciéndole cosquillas en la piel. Reía por lo bajo, tapando su sonrisa con timidez. Se miraron, el semáforo se puso en verde y Sukuna aceleró sin apartar su vista de su precioso chico y de su graciosa reacción.

Devolvió su atención a la carretera, tenía que pensar en algún apodo cariñoso. Se mordió el labio inferior, buscando, combinando letras y palabras que significaran algo para ambos. Hizo de su nombre un desastre, reflexivo.

Me. Gu. Mi.

Sonaba a olas de mar muriendo en la playa, una noche de verano; a sus pestañas rizadas aleteando, cuando despertaba entre sus brazos.

Se rompió la cabeza, tratando de usar las pocas neuronas que tenía. No podía usar el mismo apodo que el padre de su joya le daba —temía que aquel imponente hombre lo descuartizara y tirara su cuerpo a un descampado—; y había descubierto que las frutas no eran lo suyo.

—Ese gorrito de lana es tan tierno como tú... —Se atrevió a decir, apretando el volante con fuerza, girando en una esquina. —Mimi.

Fushiguro se encogió en su asiento de copiloto, tan rosa como una flor de primavera.

Sweetness || SukuFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora