06

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Sukuna acarició su muslo mientras conducía. Apretó los labios, un semáforo los iluminó con la potente luz roja, en medio de la noche. Rojo, rojo sangre, escarlata, el mismo rojo que teñía las rosas que su pareja olía.

El color delineaba y jugaba con las facciones de Megumi, lo pintaba como una nube más del cuadro de su Arcadia personal. Lo adoraba, y aquel color le sentaba tan bien que decidió que buscaría más flores para él. Tal vez claveles o lirios, que encajaban con sus bonitos ojos.

—Echo de menos a papá. —Susurró, las mejillas tristes, las pestañas aleteaban con sueño.

Hacía quince minutos que habían abandonado el apartamento de sus suegros. Quince minutos, literalmente. Y el chico se había aferrado a Toji como un náufrago a su tabla —excepto porque el hombre tenía los pectorales más perfectos que había visto y juraba su envidia una y otra vez—, no sabía demasiado bien el por qué, pero le inspiraba una pena irracional.

Su hermano le había comentado que estaba demasiado apegado a sus padres por temas del pasado. El trabajo y alguna deuda había ahogado al mayor y su hijo no hacía más que esperarle de madrugada, para poder darle un abrazo. O algo parecido, pues cuando había oído a Itadori decirlo, probablemente su cabeza estaría calada en la hierba que fumaba, o en la resaca de los domingos.

La primera vez que lo había escuchado llorar se remontaba al inicio de su relación, por una cuestión que ya ni siquiera recordaba. No había sabido qué hacer, qué decirle o cómo tocarle para que se sintiera mejor. La noche en cuestión sólo se había apegado a su nuca y le había dicho que todo estaría bien. Sin más, nunca alcanzaba a adivinar su estado de ánimo con sólo verle. Se lo había contado al albino, avergonzado, y había recibido —además de una ligera risa— varios consejos.

Apretó el volante, inclinándose hacia él para otorgarle un casto beso en su sien.

—Volveremos pronto. —Prometió, aunque en el fondo esperaba que, para entonces, hubiera sacado más músculos. Necesitaba hacerle saber a ese tipo que podía llegar a tener más abdominales, más pectorales. Si lo pensaba, parecían dos palomas con el pecho inflado de orgullo. —Ahora tienes que descansar.

Aceleró, analizando cómo sus preciosas facciones se tornaban del verde del semáforo. De repente, Fushiguro pareció entrar en pánico y apartó su mano.

—¡¡Mira la puta carretera!! —Chilló, agarrándose al salpicadero del coche. El vehículo se estampó con relativa fuerza contra el de delante, un ruido sordo y metálico inundó sus oídos. —¡Joder!

—Mierda. —Ryomen, se quedó paralizado, con el pie alejándose progresivamente del acelerador. Tragó saliva, observando cómo del coche afectado salía un tipo rubio y alto, imponente y con cara de pocos amigos. —Oh, mierda.

Había descubierto que sí había algo que diera más miedo que su suegro.

⋆★⋆

La suerte que nunca había tenido en la vida se había presentado en forma de un antiguo profesor de economía de su pareja. Se habían reconocido y creía que aquello le había salvado de una paliza, pues, a decir verdad, aquella mirada no le había inspirado precisamente amabilidad.

En cualquier caso, tenía que pagarle la reparación de la parte trasera de su vehículo, además de la delantera del propio.

—No pensarás ponerte a estudiar ahora, ¿verdad? —Cuestionó, asomándose a la puerta de la sala de estudio, donde el chico sacaba cosas de su mochila y las dejaba sobre la mesa.

—Pues... —Megumi titubeó, con su archivador púrpura entre las manos. Lo posó cuidadosamente sobre la superficie, riendo nerviosamente. Las manecillas del reloj daban las once de la noche. —Sólo un poco.

Sukuna suspiró, frunciendo el ceño.

Aquel cuarto se usaba para las cosas de la universidad de su pequeño caramelo. Sólo había una mesa, al fondo y bajo la ventana, y un par de estanterías, además de una butaca. Las paredes verdosas eran iluminadas por un flexo que se encendía de manera táctil, incluso se podía modular el color e intensidad de la luz. Cada vez que pasaba por delante, lo veía estudiar o pelearse con sus apuntes, refunfuñando por lo bajo o, directamente, tumbado sobre la mesa, horriblemente cansado.

Recordó lo que le había susurrado Satoru, mientras su novio y su suegro se abrazaban con delirante cariño. Se mordió el labio inferior, nervioso. Estaba inquieto, aún alterado por el tema del vehículo.

—Me importa una mierda. —Soltó, acercándose a la silla en la que se había sentado. Un par de ojos confusos lo observaron con detenimiento, casi teñidos en enfado por el tono con el que se había dirigido a él. Ni siquiera se había dado cuenta. —Porque... Estás muy cansado, ¿verdad?

—¡Pero... Suéltame! —Exclamó, siendo cargado como un saco de patatas. Palmeó su espalda, boca abajo y colgando de su hombro. Veía el suelo moverse, la sangre bajaba a su cabeza. —¡Sukuna!

Fushiguro gruñó por lo bajo, rozando el parquet con los nudillos. Le dio una fuerte palmada en el trasero antes de ser arrojado a la cama de su habitación. Rebotó contra el colchón como si de una pelota de tenis se tratara. Se tocó la frente, algo mareado, frustrado.

—Es hora de dormir. —Ryomen se dejó caer a su lado, quitándose la sudadera roja en la penumbra. De repente, se escuchó algo crujir. Se llevó una mano al bolsillo trasero de su pantalón. —Joder.

Sacó una piruleta con forma de corazón machacada en su envoltorio. Se había olvidado por completo de que la había comprado para el otro. Susurró una maldición y la dejó caer sobre la prenda. En el fondo, había sido como si su propio interior tuviera una brecha. Necesitaba repararla.

Su Mimi aceptaba la derrota, tumbado con los brazos y piernas extendidos. Dejó que le quitara la ropa con pequeños besos por su cuerpo, en silencio. Pegó un respingo cuando aquellos labios tocaron su abdomen desnudo, ya húmedos. Unos hábiles dedos se deshicieron del resto de prendas. Megumi miró de cerca el rostro de su pareja que se apoyaba a los lados de su cabeza para besar su frente, los angulosos tatuajes, las víboras que recorrían su torso.

Acarició una de aquellas mejillas, delineando el peligroso negro de petróleo. Unos iris de fuego lo fundían en ternura, más suaves que antes. Lo adoraba, por muy brusco que fuera.

—Te esfuerzas mucho. —Musitó el mayor, abriendo la cama para ambos. Empujó con delicadeza al chico entre las sábanas y lo arropó para, acto seguido, apegarse a su cuerpo. —Eres muy constante, te admiro por ello.

Satoru le había dicho que fuera dulce. Toji le había amenazado con que le ataría con una soga y lo arrastraría por las calles de la ciudad, en el caso de que no le tratara como merecía.

Lo rodeó con cariño y observó cómo escondía la cabeza en su pecho. No se molestó en bajar la persiana, le gustaba admirar sus hombros bañados en pálida luz de Luna, acariciados por el astro nocturno.

—Nunca es suficiente. —Escuchó su murmullo, sintiendo cómo se aferraba a su piel y posaba los labios sobre uno de sus pectorales, junto a un tatuaje. —Tengo sueño.

Frunció el ceño. Recorrió su espalda y arañó uno de sus omóplatos, disfrutando de la graciosa reacción. Cada vello de aquel cuerpo se erizaba y el chico ponía una delirante expresión de placer contenido. Pudo ver el rojo tiñendo las mejillas, una leve sonrisa. Lo tomó del mentón e hizo que le mirara.

Se hundió en el profundo azul de sus ojos de mar, derretidos en plata y estrellas. Era tan puro que podía ver reflejado su corazón, sentir sus latidos contra el suyo propio. Después de tanto tiempo, sabía reconocer a la perfección la tristeza en su expresión.

—Si tan sólo pudieras verte de la forma en la que yo te veo...

Una nube desordenada de pelo negro revoloteó hasta su altura, la punta de su graciosa nariz rosada y unas pestañas rizadas. Un pequeño beso, un suspiro. Tal vez, Fushiguro era una pirueta rota y debía de arreglarlo.

La experiencia le decía que no a lengüetazos. Dulce, sería dulce, su sabor favorito.

Sweetness || SukuFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora