Libro Abierto

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Me recosté sobre el montículo de nieve, tan blando, y dejé que aquel polvo seco se amoldara alrededor del peso de mi cuerpo. Se me había enfriado la piel para igualar la temperatura del aire que me rodeaba, y por debajo de ella sentía las minúsculas partículas de hielo como un manto de terciopelo.


En lo alto, el cielo estaba despejado, reluciente con unas estrellas que brillaban azuladas en algunos lugares y amarillentas en otros, luceros que creaban majestuosas formas en espiral contra el negro telón de fondo del vacío del universo: una imagen sobrecogedora. De una belleza exquisita. O, más bien, debería haber sido exquisita. Lo habría sido, de haber podido verla realmente.


No estaba mejorando. Seis días habían pasado ya, seis días que llevaba escondido aquí, en estos parajes inhóspitos de Denali, pero no estaba más cerca de sentirme liberado de lo que había estado en cualquier otro instante desde la primera vez en que capté su olor.


Al clavar la mirada en aquel cielo tachonado, era como si hubiese un obstáculo entre su belleza y mis ojos. Aquel obstáculo era un rostro, una cara humana simple y anodina, pero no me veía ni mucho menos capaz de quitármela de la cabeza. Oí los pensamientos que se acercaban antes de percibir las pisadas que venían con ellos. El sonido del movimiento era poco más que un débil susurro sobre la nieve en polvo.


No me sorprendía que Momo me hubiera seguido hasta aquí. Ya sabía que se habría pasado los últimos días meditando sobre esta conversación inminente, aplazándola hasta estar segura de qué era exactamente lo que quería decir. Surgió de un brinco a unos sesenta metros; saltó sobre la punta de un saliente de roca negra y mantuvo el equilibrio sin apoyar los talones, con los pies descalzos. La piel de Momo se veía plateada a la luz de las estrellas, y en sus cabellos largos y azabaches había un brillo pálido, casi azul con ese matiz de noche. El ámbar de sus ojos resplandeció al localizarme allí, semienterrado en la nieve, y sus labios carnosos se fueron estirando poco a poco en una sonrisa. Exquisita. Si de verdad hubiera sido capaz de verla. Suspiré.


No se había vestido para los ojos de los humanos; tan solo llevaba una leve camisola de algodón con tirantes y pantalones cortos. Agazapada sobre un promontorio de roca, tocó la piedra con las yemas de los dedos y su cuerpo se contrajo.


Alla voy, pensó.


Se lanzó por los aires. Su silueta se convirtió en una sombra oscura que se retorcía en unos elegantes giros entre el cielo estrellado y yo. Se hizo un ovillo en el preciso instante en que iba a impactar contra el montículo de nieve que había a mi lado. Me sepultó en una ventisca de nieve. Las estrellas se apagaron, y me quedé enterrado bien hondo en el suave tacto de los cristales de hielo. Volví a suspirar, inhalé el hielo, pero no me moví para desenterrarme. La negrura bajo la nieve no estropeaba ni mejoraba el panorama. Seguía viendo el mismo rostro.


—¿Shoto?


Acto seguido, la nieve volaba de nuevo mientras Momo me desenterraba veloz. Me retiró el hielo de la piel sin llegar a mirarme a los ojos.


—Perdona —murmuró—. Era una broma.


Sol de Media NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora