¿Dónde estabas tú?

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¿Cuál es tu color favorito? ¿Cuál es tu animal favorito? ¿Cuál es tu número preferido? ¿Cuál es la letra que más te gusta? Y los niños se alejaban; yo era tan raro como hacerle esas preguntas a un desconocido.

Era así, caminar por los recreos, solo, con las manos frente a mi abdomen como un canguro, tan extraño y tan peculiar.

Me encontraban debajo de los pinos, girando en mi mundo. Luego me dejaba caer al suelo y veía el cielo despejado.

Recuerdo desde niño, amaba a madre luna. Solía caminar y pensar que la luna nos acompañaba, decía: mami la luna camina con nosotros. Yo, tan inocente y tan colorido.

Solía bailar con la música de artistas femeninas, me ponía trapos en la cabeza y cantaba, en el cuarto, en la ducha, en donde fuera.

Los colores brillantes se apagaron: azul, lo perdí el día que se fue mi padre; verde, el día que me llamaron desnutrido; rojo, por cada día que pasaba en el colegio; naranja; el día que me llamaron homosexual; y morado, el día que me llamaron pecador.

La adolescencia es la manzana prohibida de Adán y Eva, inevitable. Caes del «paraíso» a no encontrarle fascinación a los animales, y a reír por conveniencia —ah, olvide cómo se sentía una risa genuina—.

¿Dónde estaba yo?

Si me había vuelto gris hasta el centro, me había vuelto frío como el hielo y duro como un diamante, tan incómodo al contacto y tan despreciable.

Invertía mi tiempo en videojuegos para salir de los apodos del colegio.

¿Dónde estaba yo?

Eran horas viendo hacia el techo. Me preguntaba: ¿por qué la vida es tan cruel? Horas, angustiado por mis hermanos, horas, angustiado por mi madre, horas en las que pensaba cómo ayudar.

Horas, cruel tiempo.

Un joven innovador en un mundo anticuado, se apagaba la luz. Le tenía miedo a la oscuridad, dos de la mañana, el televisor encendido para sentir compañía.

¿Dónde estaba yo?

Los días se iban tan rápido y me preguntaba: ¿dónde estaba yo? ¿Por qué me sentía tan solo? ¿Por qué tan abandonado? ¿Por qué tan lento? ¿Por qué tan perezoso? ¿Por qué tan poco productivo? ¿Por qué tan inseguro? ¿Por qué tan incomprendido?

Pregunté: ¿dónde? ¿Dónde estaba cuando deje los estudios? ¿Dónde estaba cuando deje a mis mejores amigos? ¿Dónde estaba cuando golpeé mi cara y jalé mis cabellos?

¿Dónde, dónde estaba yo?

Yo no era tan diferente a los demás y sin embargo no encajaba.

Refugiarse en la espiritualidad no era suficiente, mantenerme sin nombre no era suficiente, pedir clemencia no era suficiente, ver el mundo desde la ventana era seguro, pero tampoco era suficiente.

¿Dónde estaba?

¡Dije! Yo era el niño colorido que se tornó gris, sin vida, sin personalidad y encima quieto para no dejar rastro de mi feminidad, solo decía la verdad dentro del armario.

¿Dónde estaba?

Una vez más: sin vida, sin motivación, sin esperanza de una pareja, sin propósito, sin felicidad. Me acostumbré tanto a la tristeza que no podía vivir sin ella, acostumbrado a que las cosas salieran mal.

¿Dónde?

Me lo pregunté incontables veces frente al espejo. Pero ahí estaba. Mis ojos me contaban las cosas que habían visto.

Entonces mis ojos dijeron: ahí estabas tú, girando bajo los pinos. Ahí estabas tú, dándole amor a la soledad con el canto y baile. Ahí estabas tú, dándoles un consejo. Ahí estabas tú, cuando corrías y sentías el aire frío en tu rostro. Ahí estabas tú abrazando a los árboles y hablando con el bambú. Ahí estabas tú, viendo las estrellas, descalzo en el césped frío de Hamburgo. Ahí estabas tú, jugando con el mar. Ahí estabas tú, jugando con el maquillaje...

Ahí estabas tú, intentándolo todos los días. Ahí estabas tú, solo, casi siempre solo, pero ahí estabas. Y ahí estaba yo, viendo como lo hiciste todo y sobreviviste.

La casa frente al cafetal Donde viven las historias. Descúbrelo ahora