Muchas veces me quedo mirando al frente, es como si la nada me llamara por mi nombre; con la vista perdida, dirían muchos, y en realidad es todo lo contrario, porque en esas ocasiones siento que he encontrado algo que hasta entonces no había sabido ver, algo que estaba ahí y a la vez no. No era para mí todavía.
Observo a la gente que camina a mi alrededor, todos están escribiendo una historia, su historia, y por un momento yo dejo de escribir la mía y hojeo las páginas con tinta aún húmeda de sus libros. No están terminados, claro, al igual que el mío, y cada segundo en el que respiran forma parte de él; conforman cada pausa, cada silencio, cada espacio infinito entre las palabras... el precipicio que separa lo que sentimos de lo que mostramos y decimos. En las ocasiones en las que esto ocurre, siento que el tiempo se toma un descanso y me deja muy efímeramente jugar a las adivinanzas. «Veo, veo, ¿qué ves? Algo que el tiempo me dejó esta vez». Entonces te fijas en que hay motas de polvo y polen flotando en el aire justo a la altura de tu nariz, que la pareja que hay unos metros más allá se está riendo y que por unos minutos han sido los mejores actores para esa escena romántica a cámara lenta, que hay una chica con gafas de sol que está disfrutando en silencio de las cosquillas que le provoca el calor, que hay una única y hermosa flor en el almendro rodeada de epitafios pero que aun así sigue pasando desapercibida, que el chico sentado delante de mí en el autobús y que está dibujando tiene un callo en el dedo corazón por apretar demasiado con el lápiz, ¿su corazón también será así de insensible?
Todo se ve más lento, como enfrascado. Expuesto en una vitrina en la que nos gusta ver sólo nuestro reflejo, aunque a veces desearíamos que otros también pudieran mirar para sentirnos menos locos o extraños. Nos gustan las cosas lentas. Muy lentas. Como los besos que perduran hasta el infinito y más allá, como las nanas preciosas que se condensan en el aire y que nos hacen dormitar, como muchas otras cosas que a todos nos gustan, o que sólo les gustan a unos pocos. ¿Y por qué nos gustan las cosas lentas? Para disfrutarlas más, para añorarlas menos, para pensarlas más, para sentir que somos amigos del tiempo.