Palabras, palabras, palabras. No importa cuáles sean, cuánto se repitan, lo alto que las pronuncies, si el sentimiento que las impulsa no es verdadero. ¿Qué sentido tiene decir “te quiero”, “te odio”, “no te creo”, “soy feliz”… si en realidad no sientes ni una milésima parte de lo que deberías al decirlo? Es malgastar aire, perder tiempo, perder… perder, sin más. Y cualquier cosa, porque nunca sabrás qué podría haber pasado si esas palabras no hubiesen sido dichas en voz alta, si hubieses dicho otras completamente distintas, si las hubiese dicho una persona que de verdad las sentía.
¿Habrías alejado de tu vida a X persona? ¿Habrías hecho que Y entrara en ella? ¿Estarías en otro lugar, muy lejos de donde estás ahora? ¿Cómo estarías? ¿Roto? ¿Contento? ¿Solo? ¿Pensando en las palabras que dirías a continuación? Como ves, existe un número infinito de variables, aunque… bueno, todo se resume a cambiar para bien o para mal tu vida. Un par de sonidos pronunciados en sucesión pueden cambiarlo todo. Ése es el problema: el poder de las palabras.
Saber esgrimir las palabras es un arte, y todo arte puede usarse para bien o para mal. No todo el que cree que puede controlarlas lo hace, y no todo el que dice ser incapaz de hacerlo es sincero de verdad. Si acuden cuando las necesitas, si reconfortan a tu herido corazón en los días de tormenta, si te describen la belleza de tu mundo en los días de sol, entonces puedes, amigo mío, decir que eres afortunado y que las palabras siempre estarán al alcance de tus labios. A no ser que… a no ser que te obsesiones con ellas, te conviertas en uno de sus amantes y las esperes por la noche sentado en la cama fría.