Y entonces Leah sintió que todo se desmoronaba, que su castillo de papel sucumbía ante la pesada lluvia y que consigo las débiles esperanzas que había conseguido forjar para resistir un poco más también lo hacían. Todo se precipitaba al vacío, ella misma se precipitaba al vacío, un vacío que no sabía cuándo acabaría pero que sin duda había estado esperando esos últimos días. Ese conocimiento no le había servido de mucha ayuda, sin embargo. Nada es lo suficientemente doloroso hasta que lo vivimos en primera persona, y entonces ya es demasiado tarde para echarse atrás.
Los buenos gestos, los detalles bonitos e inesperados, las risas, los recuerdos que siempre estarían en su memoria… el amor, en sí, al principio lo impregnó todo. Los abrazos que escondían todo aquello que no se atrevían a mostrar y también los sonrojos que demostraban más de lo que les hubiera gustado, los besos dulces, las caricias prohibidas, se convirtieron en una tentadora caída libre a la que ninguno de los dos pudo resistirse porque, en fin, se querían con locura. Las disputas, las pequeñas peleas en las que los dos creían tener la razón, algún que otro llanto, un “te odio” pronunciado por unos labios mentirosos, todo siempre terminaba de la misma manera: los dos deshaciendo el camino andado que los separaba y volviendo a casa corriendo. Leah empezó a entender el significado de la palabra felicidad, aunque sólo fuese por unos breves instantes y debido a que lo había encontrado a él en un mundo abarrotado de personas. ¿Por qué no arriesgarse? ¿Por qué no dejarse caer cuando sabían que habría alguien que les cogería entre sus brazos antes de sufrir el golpe? Lo que ellos no sabían es que, a veces, el amor no es suficiente para mantener a tu lado a una persona a la que amas…
De hecho, Leah llegó a entender tan bien la felicidad que le proporcionaba su amor que, con el paso del tiempo, supo que éste había cambiado… y de forma irreversible. Porque ahora su juego de miradas ya no era lo mismo, ninguno de los dos quería ganar en realidad, pero aun así ambos seguían jugando; los gestos cariñosos que antes se profesaban con espontaneidad pasaron a convertirse en una costumbre, una costumbre que no importaba si se obviaba un día, tal vez toda una semana. Donde antes hubo fuego, ahora sólo quedaban brasas, y éstas nunca fueron suficientes para iluminar un corazón entero.
Por las noches, Leah, acurrucada junto a la persona que le había dado tanto y a la que siempre creyó dueña de su pequeño infinito, se preguntaba cómo había sucedido aquello. ¿Qué había pasado para que su amor se hubiese convertido en un nostálgico recuerdo del pasado? ¿Quién había tenido la culpa? Pero, en realidad, ella sabía que no era culpa de nadie; bueno, tal vez del tiempo, aunque a Leah siempre le había gustado pensar que el tiempo no cambiaba las cosas, no generaba cambios, sino que sólo los hacía visibles a los demás.
El amor se apagó… y Leah lo sabía, al igual que él.
Cerró los ojos y sintió ese vacío en el pecho que tanto había estado esperando y que le decía que mañana, al pronunciar esa palabra que nunca hubiese querido que tuviesen que decirse el uno al otro, ninguno de los dos querría volver corriendo a casa.