Caminaba lentamente y con los ojos medio cerrados. Le dolían. Los pies, de caminar sobre escombros y cristales rotos que en su mayoría ella no había destrozado, y los ojos, de llorar reproches, tristezas y rabia contenida que nadie había sabido secar de sus mejillas. Le dolía… todo lo que a un ser humano le pueda doler.
A veces, hasta sonreír le dolía.
Acariciaba las paredes con sus dedos, intentando recordar lo hermosas (al menos para ella) que un día fueron. Estaban decoradas con fotografías de ellos, de cuando eran pequeños, de cuando se querían… Eso último seguía siendo una realidad, aunque bajo esa nube de polvo y oscuridad que había surgido tras la explosión parecía que su amor hubiera muerto y quedado enterrado.
Pero ya no había fotografías que contemplar. Ya no había pedacitos de ellos capturados en una imagen plastificada y ajena al paso del tiempo. No había dibujos, ni los que daban un poco de vergüenza porque los hizo una niña que no sabía nada de técnicas pero sí de cómo ver el mundo, ni los realmente bonitos que habían sido fruto de su esfuerzo. No había marcas en la pared de cuando tuvieron lugar esos accidentes domésticos, ni las marquitas que pintaron con rotulador en la pared para saber cuánto les quedaba para alcanzar las estrellas.
No había.
Y como no había, ella sentía su ausencia, el vacío. Porque siempre querrás volver a tener algo que un día perdiste. Porque el corazón es egoísta y recuerda lo que un día fue. Porque la esperanza es lo último que nos abandona, eso dicen, pero también duele mientras se queda.
Ella, a pesar de todo, aguantaba muy bien el dolor.