Pensé que podría lograrlo, pensé que podría soportarlo. Ser feliz. Lo pensé de verdad, pero ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba, de lo ingenuo que fui por haber podido llegar a creer esa absurda mentira.
Tú no lo sabes, pero... te miro. Creo que ha sonado un poco a acosador. No es eso, de verdad que no. Sólo… no puedo evitar mirarte. Y créeme que duele, duele mucho. Mis ojos te buscan, sin remedio, aunque yo me esfuerzo en cerrarlos, porque tal vez así lo que siento por ti se arrincone en mi pecho y algún día el dolor mitigue hasta poder dejarme ser feliz sin ti... Pero ya no creo poder hacer eso.
Todo empezó el día en que te vi. Eras un ángel, un ángel caído más bien, pues no creo que esas sonrisas estén permitidas ahí arriba. De igual modo que no creo que esté permitido que las reciba alguien como yo, alguien que pasa desapercibido entre el tumulto de la muchedumbre y que no quiere que eso cambie tampoco, así que me limité a ver su reflejo en los ojos de tu acompañante.
No debí hacerlo, ahora lo sé.
Porque no hay mayor tortura que contemplar algo hermoso, algo prohibido, y añorar volver a verlo, día tras día, mientras nos recreamos en ese primer encuentro y hacemos que se nos quede grabado en la piel... Toda tú estás grabada en mi piel y no tengo ni la menor idea de cómo cambiar eso. ¿Quiero hacerlo?
Pensé que podría olvidarte. Lo pensé... pero ahora comprendo que eso no pasará. Entendí que, sin darte cuenta, con una sonrisa que no me pertenecía, te adueñaste de mí. ¿Y ahora qué me queda? Un “yo” que parece haberse olvidado y que ha dejado de existir después de que el “tú” invadiera mi mente.
Porque tú…
Tú no lo sabes, pero... estoy cansado de pensarte solo. Creo que hoy te sonreiré.