Capítulo 3

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Era sábado por la mañana y los rayos del sol se filtraban por la ventana, iluminando con su cálida luz las piernas de la joven de cabello negro, quien despertó lentamente al sentir el calor en su piel. Se incorporó de la cama, desprendiéndose perezosamente de las sábanas, y se frotó el rostro con las manos mientras se dirigía al tocador. Frente al lavamanos, se encontró con su reflejo adormilado en el espejo, notando las ojeras que habían aparecido bajo sus ojos.

Habían pasado unos cuantos días desde que salió del hospital, una semana para ser exactos. Suspiró al recordar que el doctor Dotter, a cargo de su recuperación, no encontró ninguna anomalía en su cuerpo, lo que permitió que la dieran de alta cerca de la medianoche después de un día de exhaustivos controles y las pertinentes instrucciones para su madre sobre su cuidado.

Más tarde supo que en su expediente médico relataron que su accidente fue provocado por una fuerte caída la cual terminó provocando una gran contusión.

También la alertaron sobre la posibilidad de una pérdida de memoria que podría durar días o incluso semanas, comenzando así su lucha contra la amnesia, algo con lo que nunca había imaginado tener que lidiar. Esto preocupó mucho a su madre, quien estaba atenta a todos sus movimientos, lo que incomodaba a la joven pelinegra, quien no quería ser tratada de manera diferente.

Cada vez que se enfrentaba al espejo, sentía cómo su mente trabajaba a toda máquina en un intento desesperado por recordar. Nunca imaginó que evocar el pasado sería tan arduo, ni mucho menos agotador. Sin titubear, comenzó a observar cuidadosamente ciertas partes de su cuerpo, como piernas, cuello, torso y, sobre todo, aquel enorme moretón verdoso con tintes morados que decoraba su hombro izquierdo junto con partes de su espalda, cerca del omóplato.

Con temor palpable, rozó su piel con la yema de los dedos, como si temiera desencadenar un dolor insoportable. Frunció el ceño al darse cuenta de que no sentía nada. Una mezcla de alivio y resignación se apoderó de ella mientras volvía a contemplar su reflejo en el espejo. Ahí estaba, el testimonio silencioso del accidente que había vivido: los moretones, sombras oscuras que ahora eran una parte indeleble de su ser, una marca que sabía que llevaría consigo durante mucho tiempo.

Pocos segundos después, el gorjeo de los pájaros afuera de su ventana la sacó de esos pensamientos intrusivos. Al principio, los trinos eran dulces y suaves, como de costumbre, pero con el paso de los segundos, se intensificaron, llegando a un punto que la dejó aturdida.

— ¿Qué mierda? —preguntó para sí misma, cubriéndose los oídos.

¿Los pájaros se habían vuelto locos?

Decidida a espantar a los pájaros, se acercó a la ventana observando el panorama, pero no encontró ninguna ave cercana. Confundida, buscó a su alrededor y descubrió que los pájaros provenían de un árbol al otro lado de la calle. Al darse cuenta de la distancia, su garganta se secó, sintiendo sus propios latidos. La situación era anormal; escuchar el cantar de los pájaros tan fuerte esa distancia era imposible para el oído humano.

— ¡Desayuno! —interrumpió una voz femenina, haciendo que Amber retirara rápidamente la cabeza de la ventana, golpeándose accidentalmente contra el marco.

— ¡Te oí, no grites! —gritó con dolor y nerviosismo en sus palabras.

Antes de bajar hacia la cocina, Amber escudriñó entre las sábanas en busca de su teléfono. Una vez entre sus manos, se sumergió en la búsqueda frenética de respuestas sobre lo que acababa de vivir.

Una vez en la cocina, el aroma tentador de un desayuno casero la recibió. Su hermana Calista, absorta en una conversación telefónica, preparaba con esmero un festín matutino. Sobre la mesa se desplegaba una variedad de manjares: huevo revuelto con trocitos de cebolla y queso derretido, un vaso de jugo de manzana fresco, rodajas de pepino crujientes, jamón delicadamente cortado, pan tostado aún humeante y un frasco de miel dorada que invitaba a ser derramada.

Instinto Animal |Reescrita|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora