Port Angeles

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Jessica conducía aún más deprisa que Charlie, por lo que estuvimos en Port Angeles aeso de las cuatro. Hacía bastante tiempo que no había tenido una salida nocturna sólo dechicas; el subidón del estrógeno resultó vigorizante. Escuchamos canciones de rock mientrasJessica hablaba sobre los chicos con los que solíamos estar. Su cena con Mike había ido muybien y esperaba que el sábado por la noche hubieran progresado hasta llegar a la etapa delprimer beso. Sonreí para mis adentros, complacida. Angela estaba feliz de asistir al baileaunque en realidad no le interesaba Eric. Jess intentó hacerle confesar cuál era su tipo dechico, pero la interrumpí con una pregunta sobre vestidos poco después, para distraerla.Angela me dedicó una mirada de agradecimiento.

Port Angeles era una hermosa trampa para turistas, mucho más elegante y encantadoraque Forks, pero Jessica y Angela la conocían bien, por lo que no planeaban desperdiciar eltiempo en el pintoresco paseo marítimo cerca de la bahía. Jessica condujo directamente hastauna de las grandes tiendas de la ciudad, situada a unas pocas calles del área turística de labahía. Jess se mostraba indecisa entre dos. Uno era un modelo sencillo, largo y sin tirantes; elotro, un vestido de color azul, con tirantes finos, que le llegaba hasta la rodilla. Angela eligióun vestido color rosa claro cuyos pliegues realzaban su alta figura y resaltaban los tonosdorados de su pelo castaño claro. Las felicité a ambas con profusión y las ayudé a colocar enlas perchas los modelos descartados. Nos dirigimos a por los zapatos y otros complementos. Me limité a observar y criticarmientras ellas se probaban varios pares, porque, aunque necesitaba unos zapatos nuevos, noestaba de humor para comprarme nada.

Habíamos planeado ir a cenar a un pequeño restaurante italiano junto al paseo marítimo,pero la compra de la ropa nos había llevado menos tiempo del esperado. Jess y Angela fuerona dejar las compras en el coche y entonces bajamos dando un paseo hacia la bahía. Bella les dijo que nos reuniríamos con ella en una hora que quería ir a comprar unos libros a una tienda  .Ambas se mostraron deseosas de acompañarnos, pero las animé a que se divirtieran. Se alejaron del coche charlando animadamente y nosotras nos encaminamos en ladirección indicada por Jess.No hubo problema en encontrar la librería, pero no tenían lo que buscaba. Losescaparates estaban llenos de vasos de cristal y libros sobre sanación espiritual. Ni siquiera entramos. Desde fuera vi a una mujer de cincuenta años con una melenagris que le caía sobre la espalda. Lucía un vestido de los años sesenta y sonreía cordialmentedetrás de un mostrador. Decidí que era una conversación que nos podríamos evitar. Tenía que haberuna librería normal en la ciudad.

— ¡Eh, ahí! —dijo uno al pasar.Debía de estar refiriéndose a nostoras, ya que no había nadie más por los alrededores. Alcé lavista de inmediato. Dos de ellos se habían detenido y los otros habían disminuido el paso. Elmás próximo, un tipo corpulento, de cabello oscuro y poco más de veinte años, era el queparecía haber hablado. Llevaba una camisa de franela abierta sobre una camiseta sucia, unosvaqueros con desgarrones y sandalias. Avanzó medio paso hacia mí.

— ¡Pero bueno! —murmuré de forma instintiva.Entonces desvié la vista y caminé más rápido hacia la esquina. Les podía oír reírse estrepitosamente detrás de mí.

— ¡Eh, espera! —gritó uno de ellos a nuestras pero mantuve la cabeza gacha ydoblé la esquina con un suspiro de alivio.

Aún les oía reírse ahogadamente a mis espaldas. Agarre la mano de Bella y la aprete para que se tranquilizara y no perdiera los nervios. Me encontré andando sobre una acera que pasaba junto a la parte posterior de variosalmacenes de colores sombríos, cada uno con grandes puertas en saliente para descargarcamiones, cerradas con candados durante la noche. La parte sur de la calle carecía de acera,consistía en una cerca de malla metálica rematada en alambre de púas por la parte superiorcon el fin de proteger algún tipo de piezas mecánicas en un patio de almacenaje. En mivagabundeo había pasado de largo por la parte de Port Angeles que tenía intención de vercomo turista. Descubrí que anochecía cuando las nubes regresaron, arracimándose en elhorizonte de poniente, creando un ocaso prematuro. Al oeste, el cielo seguía siendo claro,pero, rasgado por rayas naranjas y rosáceas, comenzaba a agrisarse. Me había dejado lacazadora en el coche y un repentino escalofrío hizo que me abrazara con fuerza el torso. Unaúnica furgoneta pasó a mi lado y luego la carretera se quedó vacía.

De repente, el cielo se oscureció más y al mirar por encima del hombro para localizar ala nube causante de esa penumbra, me asusté al darme cuenta de que dos hombres nos seguían sigilosamente a seis metros.Formaban parte del mismo grupo que habíamos dejado atrás en la esquina, aunque ningunode los dos era el moreno que se había dirigido a nosotras. De inmediato, miré hacia delante yaceleré el paso. Un escalofrío que nada tenía que ver con el tiempo me recorrió la espalda.Llevaba el bolso en el hombro, colgando de la correa cruzada alrededor del pecho, como sesuponía que tenía que llevarlo para evitar que me lo quitaran de un tirón. Sabía exactamentedónde estaba mi aerosol de autodefensa, en el talego de debajo de la cama que nunca habíallegado a desempaquetar. No llevaba mucho dinero encima, sólo veintitantos dólares, peropensé en arrojar «accidentalmente» el bolso y alejarme andando. Mas una vocecita asustadaen el fondo de mi mente me previno que podrían ser algo peor que ladrones.

Escuché con atención los silenciosos pasos, mucho más si se los comparaba con elbullicio que estaban armando antes. No parecía que estuvieran apretando el paso ni que seencontraran más cerca. Respira, tuve que recordarme. No sabes si te están siguiendo.Continué andando lo más deprisa posible sin llegar a correr arrastrando conmigo así a Bella , concentrándome en el giro quehabía a mano derecha, a pocos metros. Podía oírlos a la misma distancia a la que seencontraban antes. Procedente de la parte sur de la ciudad, un coche azul giró en la calle ypasó velozmente a mi lado. Pensé en plantarme de un salto delante de él, pero dudé, inhibidaal no saber si realmente me seguían, y entonces fue demasiado tarde. Llegué a la esquina, pero una rápida ojeada me mostró un callejón sin salida que daba ala parte posterior de otro edificio. En previsión, ya me había dado media vuelta. Debíarectificar a toda prisa, cruzar como un bólido el estrecho paseo y volveríamos a la acera.

La calle finalizaba en la próxima esquina, donde había una señal de stop. Me concentré en los débilespasos que me seguían mientras decidía si echar a correr o no. Sonaban un poco más lejanos,aunque sabía que, en cualquier caso, me podían alcanzar si corrían. Las pisadas sonaban más lejos, sin duda, y por esome arriesgué a echar una ojeada rápida por encima del hombro. Vi con alivio que ahoraestaban a doce metros de mí, pero ambos me miraban fijamente. El tiempo que me costó llegar a la esquina se me antojó una eternidad. Mantuve unritmo vivo, hasta el punto de rezagarlos un poco más con cada paso que daba. Quizáshubieran comprendido que me habían asustado y lo lamentaban. Vi cruzar la intersección ados automóviles que se dirigieron hacia el norte. Estaba a punto de llegar, y suspiré aliviada. En cuanto hubiera dejado aquella calle desierta habría más personas a mí alrededor. En unmomento doblé la esquina con un suspiro de agradecimiento.Y me deslicé hasta el stop.

A ambos lados de la calle se alineaban unos muros blancos sin ventanas. A lo lejospodía ver dos intersecciones, farolas, automóviles y más peatones, pero todos ellos estabandemasiado lejos, ya que los otros dos hombres del grupo estaban en mitad de la calle,apoyados contra un edificio situado al oeste, mirándome con unas sonrisas de excitación queme dejaron petrificada en la acera. Súbitamente comprendí que no nos habían estado siguiendo.

Tuve la funesta premonición de que era un intento estéril. Las pisadas que nos seguían se oían más fuertes.

— ¡Ahí está!

La voz atronadora del tipo rechoncho de pelo negro rompió la intensa quietud y me hizosaltar. En la creciente oscuridad parecía que iba a pasar de largo.

— ¡Sí! —Gritó una voz a mis espaldas, haciéndome dar otro salto mientras intentabacorrer calle abajo—. Apenas nos hemos desviado.

Ahora debía andar despacio. Estaba acortando con demasiada rapidez la distanciarespecto a los dos que esperaban apoyados en la pared. Era capaz de chillar con mucha potencia e inspiré aire, preparándome para proferir un grito, pero tenía la garganta demasiadoseca para estar segura del volumen que podría generar. Con un rápido movimiento deslicé elbolso por encima de la cabeza y aferré la correa con una mano, lista para dárselo o usarlocomo arma, según lo dictasen las circunstancias.El gordo, ya lejos del muro, se encogió de hombros cuando me detuve con cautela ycaminó lentamente por la calle.—Apártese de nosotras  —le previne con voz que se suponía debía sonar fuerte y sin miedo,pero tenía razón en lo de la garganta seca, y salió... sin volumen.

—No seas así, ricura —gritó, y una risa ronca estalló detrás de mí

Separé los pies, me aseguré en el suelo e intenté recordar, a pesar del pánico, lo poco deautodefensa que sabía. Le propine un golpe al primero que tenia en frente , rompiéndole la nariz , me gire con rapidez y le di una patada en la ingle al de atrás y le grite:

— ¡¡Corre!!—

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The Black Swan© « JASPER HALE »Donde viven las historias. Descúbrelo ahora