Capítulo IV

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Capítulo IV

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Capítulo IV

Las voces de las niñas llegaban lejanas y distorsionadas por el agua. Aun así, Natasha no dejaba de tener parte de su atención puesta en ellos. Sonaban muy contentas, corriendo por su enorme jardín, olvidadas por un momento de todo lo que habían pasado: de la muerte de sus padres, de la masacre del gueto, de la sangre en las calles, de los soldados persiguiéndolos. Ellos eran sus niños, los hijos que nunca tendría. Ellos eran la razón por la que se levantaba cada día, la razón por la que seguía en pie, por la que seguía arriesgando su vida, por la que no temía a la muerte, por la que había aguantado tanto... Se talló los brazos con más fuerza, dejando su piel enrojecida. Le dolía la cabeza y los párpados, sentía el rostro abotagado y el pecho pesado, pero, llorar le había hecho bien. Afortunadamente, todo había sido rápido. Las veces anteriores, los soldados se habían tomado su tiempo, la habían retenido por horas, pero, en ese momento eran otras sus prioridades. No importaba. No era la primera vez y estaba segura de que no sería la última. Y no era ella la única que había pasado por aquel tormento. Varias de sus compañeras también lo habían pasado y todas decidieron lo mismo: echar tierra sobre el asunto y seguir adelante con su trabajo.

Lavó sus piernas cuidadosamente y luego siguió con su vientre y su torso. En el momento en que sus manos rozaron la piel suave y firme de su abdomen, no pudo evitar soltar un suspiro de nostalgia. Tenía diecisiete años cuando se dio cuenta de que ella no era una mujer completa, en palabras de su madre. El médico no hizo más que confirmarlo: nunca podría ser madre. Al comienzo, creyó que era su culpa, que Dios estaba castigándola por algo, que no había sido una buena niña. Pasó por varias etapas. Negación, rabia, dolor, aceptación. Luego, llegó la crisis y aquello pareció casi una bendición. Las piezas de su vida comenzaron a tomar su lugar y ella se convirtió en un ser resignado y pasivo que vivía al día y no soñaba más allá de tener un techo sobre su cabeza, comida en la mesa y una buena reputación en la comunidad. Por eso se casó con Jarek tan joven. Por eso dejó el ballet como su madre le dijo. Por eso se convirtió en maestra, porque era una profesión respetable. Sin embargo, aquello último era lo único de lo que no se arrepentía: estar rodeada de niños llenaba aquel vacío en su alma. Si no hubiese sido maestra, nunca se hubiera enterado de lo que pasaba, nunca hubiera podido ayudar a nadie.

Salió del agua con el alma más tranquila y el cuerpo más liviano. Se envolvió en una toalla gruesa y se vistió con rapidez, sabiendo que Steve necesitaba volver pronto a casa. Abrió la puerta de su cuarto y salió a la sala, encontrándose con la figura de una mujer junto a su ventana. La mujer era bajita y menuda, y llevaba el cabello rubio cogido en un elaborado moño a la altura de la nuca. Miraba por la ventana con una sonrisa en los labios.

— ¿Lena? — preguntó, reconociéndola de inmediato. El alivio recorrió su piel como un bálsamo al verla ahí, de regreso.

Su compañera se había ido un par de meses atrás. Se fue llevándose a tres niños del gueto, disfrazados como niños de la alta sociedad, dispuesta a no volver hasta encontrarles un hogar temporal. Su trabajo era el más peligroso de todos: la misión de Yelena era trasladar a los niños a lugares seguros, cruzando fronteras y controles militares. La muchacha, que había trabajado como trabajadora social antes de la guerra, ahora se había convertido en una experta en inteligencia. Disfrazaba a los niños, sobornaba soldados, falsificaba identificaciones y había construido toda una red de apoyo a su causa, conformada por conventos, internados, orfanatos, hospitales, familias... donde hubiera espacio para sus niños, allí llegaba ella y los dejaba sanos y salvos en las manos indicadas. La muchacha hablaba alemán a la perfección y sabía ganarse a la gente. Gracias a eso, había conseguido incluso que altos cargos alemanes pusieran a su disposición un orfanato para sus niños. Natasha creía que era peligroso, pero, ¿qué mejor lugar que esconderlos bajo sus narices?

— Hola, Nateshka— saludó la recién llegada, volteándose hacia la mujer con aquella sonrisa infantil que la edad no había logrado tocar.

Natasha se acercó a ella y la abrazó con fuerza, sabiendo que ahora podía contar con una aliada más.

— Me alegra verte bien, Lena... ¿todo salió bien? — preguntó, apartándose para estudiar su rostro redondo y simpático, medio escondido bajo el sombrero de ala ancha que llevaba.

— Todo bien, querida. Me encontré con Steve afuera... cuidaba de las niñas mientras tú te bañabas...— le comentó y Natasha asintió, con un suspiro.

— Sí... tuvimos un pequeño encontrón con una patrulla, ya sabes como es— dijo, apartándose de ella para no enfrentar su mirada y quitándole importancia con un gesto. Yelena no dijo nada, pero, contrajo los labios en un gesto de resignación. Sí, ella sabía como era. No valía de nada hablar sobre eso, así que, decidió cambiar de tema.

— Ya tienes cuatro niños en casa, Natasha. No puedes traer a nadie más hasta que consiga un sitio donde dejarlos— comenzó, y la pelirroja se tensó en su lugar, consciente de ello. Traer más niños significaba un riesgo.

— ¿Ya has pensado en algún sitio? — dijo, saliendo del cuarto para dirigirse al jardín.

A lo lejos, entre los árboles de manzanas, las niñas corrían de un lado a otro mientras Steve estaba a la sombra de uno de los árboles, meciendo al bebé entre sus brazos. Al ver aquella entrañable imagen, no pudo evitar sonreír. Ella sabía que él era un buen padre, que adoraba a sus hijos y que no había ido al frente por estar con ellos, por protegerlos. Era la clase de hombre que ella hubiese deseado que fuese el padre de sus hijos. Un hombre en el que podía confiar. Un hombre con el que podía contar. Quizás, en otro tiempo... si la vida hubiese sido más amable con ambos. No importaba, de todos modos. No era el momento de soñar despierta con la vida que nunca tendría. Yelena notó su mirada sobre el hombre, pero, no dijo nada, por el contrario, prefirió responder sin más.

— Con el bebé será más fácil...siempre es más fácil cuando son más pequeños. Hay una familia austríaca que está en espera de un bebé hace tiempo. Podría dejarlo con ellos, son buenas personas y sus antecedentes están limpios. Con las niñas... será más complicado. Pero, siempre puedo llevarlas al convento. Las monjas no se negarían a recibir a nadie— comentó, apoyándose en el umbral de la puerta para seguir con la mirada las carreras de las niñas.

— No me gusta la idea de separar a Hadassa de su hermano, pero, si no hay más remedio...— murmuró, mirando a la niña con tristeza.

Apartarla de su madre había sido complejo, no se imaginaba como sería apartarla también de su hermanito. En ese momento, la niña corrió al lado del hombre, yendo a acariciar las mejillas regordetas del bebé. Steve algo debió decirle porque ella se echó a reír y se colgó de su cuello, haciéndola sonreír con tristeza. Daría todo cuanto poseía porque los niños fueran suyos, porque ellos fueran su familia.

— ¿Natasha? — la voz de Yelena la sacó de su ensoñación. La muchacha se había quitado el sombrero y la miraba con ojos inquisidores — Aun sigues pensando en él de ese modo, ¿verdad?

Tiempo atrás lo habían conversado. La resistencia trabajaba estrechamente con ellas, ayudándolas a sacar y esconder a los niños y Steve era uno de los más acérrimos colaboradores. Yelena era una mujer de mente aguda. Sabía leer muy bien a la gente y se había dado cuenta, hacía ya un buen tiempo que el interés del hombre en su causa iba más allá de la mera filantropía. En más de una ocasión lo había sorprendido mirándola con anhelo, perdido en su contemplación de la mujer. Sabía también que el matrimonio de su amiga era poco menos que una fachada. Jarek le era infiel constantemente y Natasha lo dejaba ser sin intervenir, sin que le importara en lo más mínimo. El tema de los hijos y las diferencias ideológicas los habían ido separando cada vez más. El matrimonio de Steve era también una flor mustia que sólo se mantenía en pie por la presencia de los hijos.

¿Por qué seguir negando lo obvio? ¿Por qué no podían ser felices?

Natasha la miró un segundo, sintiendo que aquella pregunta debía sorprenderla, pero, no lo hacía. Dejó caer la cabeza y suspiró pesadamente antes de devolverle la mirada a su amiga, sonriendo débilmente.

— Sí. 

An angel in disguiseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora