Alcoba de la reina

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El estrecho cuartillo al que la escalera nos había llevado apenas daba cabida a los 11 que, tristemente, éramos ya; sin embargo, no queríamos arriesgarnos a abrir o cerrar ninguna otra puerta hasta estar todos juntos; contuvimos la respiración y nos apretujamos lo más posible unos contra otros, hasta que Hugo, quien nos había cedido el paso a todos los demás, pudo por fin entrar, empujando su espalda contra la mía.

Tal vez demasiado asustado para quedarse al último, Arturo era el que más cerca estaba de la otra puerta, pero, tal vez demasiado asustado como para ser el primero en entrar a una nueva habitación, no se decidía a abrirla.

—¡Ay! ¡Por Dios!

Con un profundo tono de fastidio, Patricia estiró la mano y tiró de una pequeña palanca que sobresalía del panel de madera que nos separaba del siguiente cuarto.

Apenas con un crujido, la puerta se deslizó hacia un lado, arrojándonos de bruces sobre la mullida alfombra que cubría el piso de una amplia y bien amueblada habitación, y aunque de inmediato notamos una puerta exactamente al otro lado del cuarto, necesitábamos urgentemente un descanso.

Sara entró por su propio pie y de inmediato se encaminó hacia una espaciosa cama cubierta con gruesos edredones de algodón y oculta en parte por una cortina de seda blanca, sujeta a un dosel de madera oscura.

Debido a su enorme tamaño, la generosa cantidad de muebles no alcanzaba para llenar la habitación, incluso aunque la gran cama ocupaba la mayor parte de una plataforma de unos cuatro por cinco metros y unos 30 centímetros más alta que el resto del piso. Junto a la cama había un amplio ropero de la misma madera que el dosel, al fondo del cual se ocultaba la puerta que daba al pasadizo secreto.

Tardé un poco en asegurarme de que Sara estuviera mejor: su temperatura había cambiado poco a poco, pasando de estar helada al borde de la hipotermia, a ser ligeramente más elevada de lo normal y aunque sus mejillas lucían un tanto sonrojadas y ella se veía todavía bastante confundida, parecía estar bien.

—¿A dónde vas?

Sara apretó mi mano, tratando de retenerme, no bien sintió que comenzaba a levantarme.

—No te preocupes, ahorita regreso.

Retiré con delicadeza su mano de la mía y luego de levantarme me acerqué a Eloina, quien contemplaba fijamente un gran crucifijo de madera colgado en una pared frente a un reclinatorio; con un discreto susurro en la oreja, le pedí que cuidara a Sara, cuyos ojos taladraron mi espalda no bien me vio acercarme a la rubia.

En realidad no quería dejarla sola, sin embargo, había algo que no me dejaba descansar, una frase que me daba vueltas y vueltas en la cabeza desde hacía un par de minutos; la más reciente pieza de un rompecabezas sin sentido, del cual, tenía el presentimiento, podía depender nuestra supervivencia.

A unos pasos de nosotros, sentada en un sillón de madera frente a un caballete de bordado, Patricia dejaba correr los dedos sobre el delicado diseño de una flor amarilla sin terminar, con la mirada perdida en algún punto entre sus ojos y la pared.

Sin miramiento alguno, aferré a la joven por un brazo, la obligué a levantarse y prácticamente la arrastré hasta el otro extremo de la habitación. La pelirroja, por su parte, no se resistió, ni siquiera protestó; no hizo ni un quejido, ni un gesto, nada que indicara que siquiera se daba cuenta de lo que estaba pasando.

—¿Y tu arma?

Sólo cuando la arrojé contra una esquina su expresión cambió a una apenas perceptible sonrisa de burla.

—Descansando. ¿Y tu "amigo"?

—¿Mi qué...? ¿Cómo...?

—¡Ay, por favor! Como si fuera tan difícil: tu cara se vacía, tu voz se oscurece, tu mirada se congela...

Guerreros y hechicerosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora