Capítulo 8

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Capítulo 8

PONCHO pasó el resto del día maldiciéndose por permitir lo que había ocurrido con Annie, aunque había sido la primera vez que su cuerpo había reaccionado con normalidad desde su regreso de Abuqara. Durante aquellos breves segundos, cuando el cuerpo de Annie se desplomó sobre el suyo y ambos cayeron al suelo, deseó poder tumbarla en la mesa de la cocina y enterrarse en su cuerpo firme y húmedo. Sin embargo, su breve excitación sólo duró hasta el momento en que su cerebro le recordó cuál era su situación.

Pero desde entonces, el recuerdo de la piel sedosa había sido un continuo tormento, que le trajo a la mente cómo eran las cosas antes, el hombre que él había sido. La boca, húmeda y generosa, y el íntimo roce de sus labios y su lengua le hizo desear mucho más que sólo saborear sus labios.

Se preguntó si sería una buena señal. Nunca había sentido ese tipo de emociones desde su regreso a Londres, a pesar de todos los intentos de Diane para despertar su interés y provocar su pasión.

Se acostó a las diez de la noche, pero durmió de forma irregular. Sus sueños estaban cargados de imágenes eróticas, pero no de Diane sino de Annie y de lo que había ocurrido el día anterior.

El escenario era siempre el mismo: Annie de pie encima de la escalera, con los pantalones cortos que dejaban al descubierto sus piernas largas y esbeltas y marcaban la curva de sus nalgas. La comparación con la realidad terminaba en el momento en que la escalera se rompía. En lugar de tropezar y caer hacia atrás, caían juntos, con las piernas entrelazadas, los firmes senos de Annie contra su pecho.

Y su excitación era casi dolorosa. La necesidad de poseerla lo llevaba a rodar encima de ella y separarle las piernas con el muslo, mientras le acariciaba los pezones endurecidos que empujaban por debajo de la tela de la camiseta sin mangas.

Una nube de deseo lo envolvía, y al mirarla a los ojos, se rendía ante las necesidades urgentes de su propio cuerpo. Su sexo, erecto y ardiendo, se frotaba contra ella, buscando una satisfacción- que necesitaba desesperadamente.

Pero no ocurrió. Como un oasis en el desierto, las imágenes se esfumaron y un gemido de angustia escapó de su garganta al ver cómo el sueño se escapaba. Se despertó con el cuerpo enredado entre las sábanas, y una de las almohadas entre las piernas. Y fue consciente, como lo había sido durante el sueño, de que no podía hacerlo. No podía hacer el amor a una mujer. A ninguna mujer. Era impotente.

Haciendo un esfuerzo, se levantó de la cama y se metió en la ducha. Allí, bajo el agua caliente, dejó paso libre a los recuerdos. El miedo, las palizas, los meses de aislamiento; todo había dejado su huella, pero fue la noche que el general Hassan mandó a buscarlo, cuando el asqueroso y seboso militar le dijo lo que esperaba de él, lo que acabó de minar su resistencia psicológica.

Nunca olvidaría el terror de aquella noche. Aunque Hassan no llegó a ponerle la mano encima, él sólo tenía que pensar en el sexo y todos los recuerdos volvían a su mente con claridad estremecedora.

Poncho recordó que había estado atado a una silla en el despacho del general cuando el repentino estruendo de disparos en el exterior distrajo la atención de Hassan. Un guardia llegó diciendo que la pequeña ciudad estaba siendo atacada por una unidad de fuerzas del ejército gubernamental, y el general tuvo que salir, dejándolo solo, escuchando los gritos y los disparos que parecían salir de todas direcciones. Al poco rato el capitán rebelde Rachid entró y, ante su estupefacción, cortó las cuerdas, lo desató y lo informó al oído de que había un vehículo en la parte posterior de la cárcel lleno de gasolina y que tenía diez minutos para escapar.

En los meses que siguieron, Poncho nunca llegó a comprender por qué el capitán lo había ayudado. Probablemente nunca lo sabría, ya que el hombre había muerto en un enfrentamiento a las afueras de la ciudad de Abultara.

Amargo despertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora