Capítulo 7

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Capítulo 7

DURANTE el resto de la semana, Annie se esforzó en evitar a su empleador, y Poncho parecía más que dispuesto a apartarse de su camino. Ninguno de los dos mencionó lo sucedido en la mesa de la biblioteca. Ella no había olvidado las cicatrices de su espalda, pero si él temía que se lo contara a su padre estaba muy equivocado.

El miércoles al llegar se encontró con Albert Freeman, un pintor y decorador local, enfrascado en el proyecto de adecentar las escaleras y el vestíbulo, pero prácticamente no vio a Poncho en toda la mañana. Fue el jueves por la mañana cuando él fue a buscarla a la cocina, donde ella estaba limpiando uno de los armarios, subida en el último escalón de una vieja escaleras que había estado oxidándose en el cobertizo del jardín desde la época del viejo coronel Phillips.

En cuanto Poncho apareció por la puerta, ella fue instantáneamente consciente de él en cada fibra de su ser. Y también de que llevaba unos pantalones cortos que dejaban sus piernas al desnudo.

Era irónico. Porque durante el resto de la semana se había achicharrado con los vaqueros y camiseta de media manga, pero ese día hacía tanto calor que había decidido ponerse un pantalón corto y una camiseta sin mangas. Tampoco era que Poncho se fijara en su ropa, se aseguró para sus adentros. La mayor parte del tiempo, ni siquiera parecía darse cuenta de su presencia.

A excepción de aquella primera mañana...

-¿Tiene un minuto? -preguntó él.

Ella se volvió y dejó el trapo que estaba usando en el cubo. Bajó un peldaño a tientas, pero de repente la escalera se abrió en dos. Casi a cámara lenta, los dos lados de la escalera se separaron en direcciones opuestas, y Annie quedó sin nada donde sujetarse.

Su cuerpo se desplomó hacia el vacío sin poder hacer nada por evitarlo, y fue Poncho quien logró sujetarla por la cintura y evitar que se golpeara fuertemente contra el suelo. Por un momento, ella quedó en sus brazos, y sintió los músculos del pecho y muslos masculinos contra su espalda. Un momento después, el también perdió el equilibrio y ambos cayeron al suelo. Annie aterrizó pesadamente encima de él.

-Lo siento -se lamentó ella, resistiendo el impulso de pasarle las manos por el cuerpo, sólo para asegurarse de que estaba entero, se dijo con fiereza, ignorando otros impulsos que el contacto con él despertaban en ella-. Que tonta soy. No tenía que haber usado esa vieja escalera.

-Supongo que necesito una nueva -dijo él, sacando un codo de debajo del cuerpo y apoyándose en él.

-Supongo que sí -dijo Annie, incorporándose rápidamente y sentándose sobre los talones-. ¿Está bien? No le he... no le he hecho daño, espero.

-Bueno -sonrió él-, no es tan ligera como aparenta. Hizo una mueca al intentar levantarse-. Aunque quizá necesite de sus otros servicios.

Annie parpadeó.

-¿Mis otros servicios? -repitió, sin entender a qué se refería-. ¿Qué otros servicios?

-¿Cuáles ofrece?

Annie tragó saliva.

-No sé a que...

-Fisioterapia -sugirió él, con expresión inocente, aunque sus ojos la miraban con un destello inconfundiblemente sensual-. Me temo que de momento no estoy disponible para nada más.

-Oh -Annie tenía la cara ardiendo-. No... no quería... no...

-No -la interrumpió él, con los ojos clavados en su boca-. Lo sé. Era sólo una broma.

Aunque la expresión de su cara desmentía sus palabras, pensó ella, sabiendo que tenía que alejarse de él antes de que la situación se le fuera de las manos. Rápidamente se puso en pie.

Amargo despertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora