IX

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Los días que vinieron después compartían una característica que Harry no sabía explicar más que con una palabra.

Cosquilleos.

El cuerpo entero le cosquilleaba cuando sabía que era momento de pasar por el refugio, o cuando iba a avisarle a Draco de otro evento al que era invitado, y sí que lo era a muchos, aunque nunca asistió a tantos como durante esos días. Invitaciones que habría rechazado porque lo incomodaban, porque no les veía sentido, o simplemente porque prefería quedarse encerrado en Grimmauld Place, mirando su chimenea vieja y aún sólida, o pasar una noche en una de las destartaladas camas de La Madriguera, de pronto, se convirtieron en sus favoritas. No le importaba el motivo por el que requerían su presencia, no le molestaba como antes las normas de vestimenta o la exigencia de puntualidad.

No tenía que pensar que iba a recordar la guerra, ni que haría algo mal.

Cuando tenía un nuevo compromiso para ambos y se lo avisaba, Draco levantaba la mirada hacia él con ojos grises y tranquilos, que le hacían pensar a su lado más racional que sabía lo que le ocurría, y si hubiese tenido que describirlo de otro modo, Harry habría dicho que se sentía como volver a ganar la guerra.

La exultación, el alivio temporal y el temor creciente, capaces de dejarlo sin aliento, de borrar el hilo de sus pensamientos, de entorpecer sus movimientos. En eso se convirtió su antiguo rival para él.

Draco tenía una facilidad imposible (y jodidamente envidiable, si alguien le preguntaba) para desenvolverse en las situaciones más raras y tensas entre magos. Pasaba de la sonrisa de adolescente que no usaría ni una sola maldición a una expresión vacía de alguien a quien un Dementor le succionó el alma, y cuando creía que nada lo veía, revelaba los mínimos rastros de hastío o desagrado por las personas hipócritas que los rodeaban.

No fue parte del plan cambiar algunos de sus malos hábitos, como solía decirles Hermione.

Draco odiaba la imputualidad, así que el refugio estaba cerrado si se retrasaba más de los cinco minutos acordados. Discutieron por eso. Luego Harry comenzó a llegar una hora antes, para instalarse en el sofá con Rowena dedicándole miradas aireadas y Merlín echado a sus pies.

Draco no soportaba que llevase la ropa de los hermanos Black que Kreacher le dejaba tomar, así que había memorizado su número de cuenta y cuando lo observaba por un largo rato, con una pluma entre los dedos, sabía que estaba pensando en cómo sería el siguiente encargo a De-lo-que-sea-y-sé-hacer-ropa-cara. Harry firmaba al final sin siquiera preguntar por el color o detalles, en general.

Draco no salía los domingos por nada del mundo, días que dedicaba a rascar tras las orejas de Merlín y dejarse lamer, que Rowena se acurrucase en su regazo o se subiese a sus brazos, mientras el refugio se limpiaba mágicamente, sin que moviese un dedo. Harry, sin darse cuenta, comenzó a llevar comida para ambas mascotas cuando iba a verlo para ordenar el horario de la semana y ponerse de acuerdo en los sitios a los que irían.

Draco tenía esta cosa que ninguno de los dos mencionaba, la necesidad constante de mantenerse ocupado, una picazón en las puntas de los dedos de la que jamás le habló ni tenía que hacerlo para que notase que no podía quedarse quieto, y de ahí, que tuviese una repisa completa dedicada a las cajas de "reserva" de cigarrillos mágicos de sabores. Harry le compraba de caramelo cada cierto tiempo, que después compartirían en algún callejón o acera, cuando estuviese demasiado frustrado porque Pansy estaba fuera de su alcance.

Pero, por encima de todo, aquello que conseguía que Harry se acoplase a él, que aceptase los estallidos de mal humor y descubriese que no podía enojarse del todo, que se tomase el tiempo de entenderlo poco a poco, era el trato implícito que formaron la noche de la recaudación de fondos.

El coleccionistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora