veinticinco

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Alemania

—Escuché que hicieron un Cotidiano para mí en Inglaterra.

Habló fuerte y claro. Volvió la mirada a su costado, se encontraba en aquella habitación vacía, tan oscura tan en recuerdos que ni la luz opaca de la ventana podía cambiar el ambiente nefasto que ahí abundaba. El Alfa apartó la mirada, entró decidido, apenas con pocos pasos. Sus dedos se apoyaron en las grandes cortinas gruesas, cubiertas de polvo y olvidadas desde el día que su Omega se fue de su lado. Las manchas de sangre seguían donde estaban, los muebles corridos, los cajones abiertos y la ropa desordenada. Todo seguía igual. La habitación de un muerto. De su muerto, su niño. De alguien que le pertenecía con tanta fuerza que explotó de un segundo para el otro. Miró el cielo gris, el sonido de la lluvia le entró por los oídos y su Alfa de relajó, le gustaba sentir la naturaleza. Le gustaba estar aislado y que el frío se le pegara a la piel como la sangre.

—¿Me dejarás? —escuchó bajito, casi como un susurro. No se volvió, no se atrevía a mirarlo. Ladeó la cabeza y trató de ver si reflejo por el vidrio. Ahí estaba, recostado en la cama, tan bello, tan hermoso que el corazón se le estrujó con fuerza. Negó con la cabeza automáticamente.

—No lo tomaré —aclaró con los ojos bien abiertos, necesitaba verlo, pero su Alfa se negaba. No podía, no quería. Algo en su interior le decía que si volvía a tocarlo lo mataría ahí mismo, como la primera vez, como la última. Una sensación de cosquilleo le atacó las manos, se le calentó el pecho y sintió que los colmillos ya crecían dentro de su boca. No podía sentir su aroma, pero su reflejo deformado en aquella vidriera le recordaron que era un ser frágil y pequeño.

—Henry —le susurró. Sus ojos se dilataron, se volvieron rojizos, animales. Asintió completamente atónito mientras la saliva mezclada con la sangre resbalaba de sus labios. Quería comérselo.

—¿Sí? —murmuró, mordiéndose la lengua. Apretó los puños y la vena del cuello se marcó. No. No. No podía hacerlo de vuelta. El Alfa apartó la mirada del reflejo.

—¿No me dañarás, verdad?

Abrió los ojos con suma sorpresa. El Alfa se alteró, un golpe doloroso azotó su pecho y automáticamente llevó una mano a la zona, presionando. Retrocedió, chocó contra la puerta y en un intento de abrirla se abalanzó hacia la salida. Se sintió mareado, descompuesto. Henry bajó las escaleras, huyendo de ahí, de su rostro, su hermoso cabello, su rostro deformado por el reflejo. No. Corrió con más fuerza, golpeándose con muebles o tirando algo hasta llegar a la cocina, atravesó el comedor, la despensa, hasta que finalmente encontró su zona segura. La habitación refrigerada le congeló la piel ni bien se encerró ahí, se dejó caer, presionando las manos porque no aguantaba el deseo de ir por él y arrancarle la piel del pecho. De morderle el cuello para hacerlo suyo, de destrozarlo. Ansiaba tanto su carne, su ser, su alma, que ya no creía que habría otra cosa en el mundo que despertara aquello de él. Nada.

Sus ojos rojos se elevaron, la luz blanca, el humo seco del frío y los grandes trozos de carne colgados como ropa lado a lado. Por un momento, creyó que de trataban de cuerpos y eso le gustó. Tal vez su Alfa lo ansiaba así y la idea de cumplirle el capricho cubrió su cabeza. No podía evitarlo, le gustaban las cosas frágiles. Las rojizas, las que colgaban de manos totalmente inertes y silenciosas. Amaba el silencio. Henry se puso de pie, de repente calmado.

No. Se dijo. No podía hacerlo. Se lo había prometido.

Te comiste al Omega. Algo le recordó y negó con la cabeza, no. Eso lo había pensado, pero era un sueño, un recuerdo de esos que no son reales. Estaba seguro que no había pasado porque estaba arriba, en su cama, en su cuarto desordenado igual que la última vez. El simple hecho de pensar en aquellas ideas le metieron calor en el cuerpo, a pesar de que el frío le empezaba a quemar los dedos. Lo recordaba, había empezado entre sus piernas. Su vientre, sus manos.

Cotidiano IvarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora