CAPÍTULO DOS

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-Encuentros extraños-

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-Encuentros extraños-

Un olor putrefacto invadió mis fosas nasales, mi cuerpo se sentía muy ligero, como si de pronto pudiera volar.

Miré hacia abajo y... Dios, mis naúseas aumentaron al ver el río de sangre que se encontraba abajo.

¿Quién eres?

Una voz aguda sonó a mis espaldas, me volteé y no podía creer lo que veía.

Tu... Eres... Yo...

Mis ojos recorrieron de arriba a abajo la pequeña figura que se encontraba de pie frente a mí, llevaba un vestido celeste gastado, iba descalza y su cabello rojo lucía sucio, como si no se hubiera lavado en días. Pero lo que más llamó mi atención fueron sus manos, manchadas por un líquido rojo.

Pasó sus pequeñas manos por su cara y su rostro se difuminó, volví la vista al río de sangre que se encontraba debajo de nosotras.

—Nunca nada volverá a ser igual —susurró aquella voz, mi voz.

Abrí mis ojos de golpe y me senté en la camilla del hospital, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.

Pensé en el sueño... No, pesadilla que tuve y decidí que lo mejor sería olvidarlo, no necesitaba más traumas en mi vida.

Sin embargo me inquietó aquella sangre ¿De quién era? ¿Por qué una yo de niña se encontraba en aquel ambiente?

Mis pensamientos fueron puestos a un lado cuando la puerta se abrió y por ella entró una enfermera (Marisol) con mi desayuno en una bandeja.

—Buenos días, bella durmiente.

Sonreí. Marisol era una mujer de unos cincuenta años que se había ganado mi cariño y admiración desde que entré al hospital y entablamos nuestra primera conversación.

—Buenos días.

—¿Dormiste bien?

—Unas cuantas pesadillas, pero todo bien.

—Que bueno. Te traigo buenas noticias —dijo mientras acomodaba los cubiertos. Le hice una seña para que continuará hablando —Hoy te darán la salida.

—¡Por fin! Ya estaba cansada de estar acostada haciendo nada todo el día.

—¿Eso quiere decir que no me extrañarás?

—Ay, ven aquí. Claro que te extrañaré, ¿O si no quién me cuidará y me traerá mi gelatina favorita?

Marisol se acercó y se recostó un poco en la camilla para poder abrazarme.

—Prométeme que me visitarás —dijo en tono amenazante.

—Bien, lo prometo.

Le extendí mi dedo meñique para que juntara el de ella en señal de juramento.

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