CAPÍTULO OCHO

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-Lluvia-

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-Lluvia-

21 de diciembre, 2017.

Mi pecho se sentía pesado y mi cabeza palpitaba al ver lo que había hecho.

Observé su cuerpo en el suelo durante unos segundos que parecieron eternos hasta que me puse sobre mis rodillas notando el suelo frío debajo de ellas.

—¿Eric? —Lo llamé y tomé su mano entre mis dedos con fuerza. —L-lo siento... Lo siento tanto, y-yo no quería... —un sollozo salió de mi garganta e hizo me callara.

Cubrí mi boca con mi mano ensangrentada y noté mis mejillas bañadas en lágrimas.

Asesina.

No, no... Yo no soy una asesina. Solo fue un accidente y Eric no puede estar muerto. Otro sollozo y más lágrimas.

Vamos, tu querías que esto pasara.

Mi rostro adoptó una expresión seria de repente pero oí pasos que bajaban las escaleras de madera y seguidamente escuché esa voz, su voz.

Maxine, ¿Qué...? —Mi cuerpo se tensó y sentí un escalofrío.

Me levanté con un poco de dificultad aún mirando el cuerpo del castaño y apenas me asomé por encima de mi hombro para verla a ella.

Hola, mamá —murmuré tan bajo que dudo que me haya escuchado y le mostré una pequeña sonrisa entre lágrimas, sangre y muerte.

Presente

—¿Ustedes se... conocen? —Pregunté con desconfianza alzando una ceja.

—Ya lo creo —habló la pelirroja, o como la había llamado Adam: Elinor.

El pelinegro que aún seguía en el agua, nadó hasta nuestro lado apoyándose en una piedra y sus brazos lo impulsaron para sentarse en esta. Después de sacudir su cabeza para quitarse un poco de agua de su cabello como si fuera un perro y salpicarme toda, suspiró y se cruzó de brazos comenzando el tsunami de preguntas dirigidas a Elinor.

—¿Por qué estás aquí? ¿Se conocen? ¿Ella también...?

—Shhh —dijo ella levantando la mano para que se callara, dedicándole una dura mirada.

Sabía que si preguntaba algo probablemente me ignorarían así que me resigné y junté mis rodillas en el pecho, abrazándome a mi misma.

—No deberían estar aquí, aparte de que Maxine casi se ahoga... —continuó Elinor.

—Ella me dijo que sabía nadar —respondió él encogiéndose de hombros. Lo miré con indignación abriendo un poco mi boca.

—¡Si sé nadar! Solo que nunca me había tirado de más de cincuenta metros de altura en mar abierto y...

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