20 Canción de amor para Anya

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Anya

Me tomo un café camino del City Hospital. Entro en la consulta del especialista y echo un vistazo a las últimas notas que ha tomado sobre Alex. Las observaciones sobre la administración del Risperidone parecían correctas, salvo por un pequeño y microscópico detalle: anoche, Alex se escapó.

Salió del edificio, cruzó el patio y entró en la unidad de adultos, donde aporreó la puerta de la habitación de su madre y mordió a un guardia de seguridad.

Cierro los ojos, tratando de que mi mente se llene con el paisaje y los sonidos del Caribe. Es una mala, pésima noticia. Sin duda alguna, da a entender que en este lugar hay problemas de seguridad, pero también evidencia la inestabilidad de Alex y un conjunto de reacciones negativas a su tratamiento. Y también afectará negativamente a mi informe.

Alzo los ojos y en el umbral de la puerta veo al doctor Hargreaves, un especialista en terapia de conducta cognitiva que trabaja en el Hogar MacNeice dos días a la semana.

—Alex es paciente suyo, ¿verdad? —dice el doctor Hargreaves, bajándose las gafas.

Hemos hablado en un par de ocasiones, y por las cuatro palabras que hemos intercambiado hasta ahora, soy consciente de que me considera una fascista de los trastornos psicóticos.

—Así es —le respondo.

Asiente con la cabeza y dice:

—¿Sabe que uno de los efectos secundarios del Risperidone es la acatisia?

La acatisia es un desasosiego extremo. Trago saliva, y él se da cuenta. Está por demostrar que la acatisia haya llevado a Alex a esa situación, pero la posibilidad de que así sea me pone enferma.

Me dirijo a la sala de reuniones. Alex está sentado en una butaca de color amarillo narciso junto a una mesa irrompible, con las piernas cruzadas y las manos debajo de los muslos. Parece muy nervioso.

—Hola, Alex —le digo, alegremente—. Lo siento, hoy llego un poco tarde. ¿Has dormido bien?

Niega con la cabeza, sin dejar de mirar al suelo.

—¿No? ¿Por eso saliste a dar un paseo?

Niega de nuevo con la cabeza.

—¿Por qué saliste a dar un paseo, entonces? A las tres de la madrugada, además. ¿Sólo porque te habías hartado de estar en el hospital?

Levanta los ojos para mirarme. Parecen cansados y están hinchados.

—Quiero decirte algo —responde, ignorando mis preguntas.

—De acuerdo.

Dejo que él tome la iniciativa. Saco mi cuaderno. Me mira durante un buen rato.

—¿Te incomoda el cuaderno, Alex?

Niega con la cabeza.

—Me da igual que escribas o no. Sólo quiero que me escuches.

Suelto el bolígrafo. Él respira profundamente.

—Sé que crees que soy un peligro para mí mismo. Pero Ruen es real. Y tengo una prueba de ello.

Me tiende una hoja de papel. Es una pieza musical, encabezada con el título «Canción de amor para Anya». Las líneas del pentagrama, las notas y las claves están garabateadas con torpeza, y está claro que han sido repetidamente borradas y reescritas. Hay fraseos y marcas de tiempo y de octavas muy precisas, y en dos momentos aparecen dos términos en italiano: andantino y appassionato. Tras echar un rápido vistazo a la música, concluyo que no se trata de una canción de amor en el sentido en que lo es una balada.

Mi amigo el demonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora