4 ¿Quién te ha hecho esa cicatriz?

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Anya

Así pues, subimos al Volvo de Michael, cuyo interior, por raro que parezca, despedía un fuerte olor a fertilizante, y nos pusimos encamino hacia la unidad de pediatría del Belfast City Hospital.

Era importante que mi enfoque fuera delicado para proporcionar a Alex un amplio espacio y confianza. Antes de salir del Hogar MacNeice le dije a Michael que hablara con Alex sobre en qué lugar le gustaría reunirse conmigo y para confirmar que la hora de la visita fuera adecuada, a fin de que mi llegada no provocara ansiedad. Alex no parecía estar preocupado por ninguna de las dos cosas;simplemente quería saber cómo se encontraba su madre y cuándo podría ir a verla al hospital. Le habían prometido que, tras someterse al tratamiento médico, iría a visitarla.

Michael fue el primero en entrar en la sala, tras haber golpeado la puerta con los nudillos. En las unidades psiquiátricas, las salas para reunirse con los niños siempre son iguales: en un rincón, un montón de juguetes sensoriales e, inevitablemente, una casa demuñecas. En este caso, en la habitación sólo había una casa de muñecas, una pizarra blanca para niños, un sofá azul muy gastado y una mesa con dos sillas. Por encima del hombro de Michael pude ver a Alex detrás de la mesa, balanceándose sobre las patas traseras de una silla.

—Hola, Alex —dijo Michael alegremente.

Al verlo, el niño colocó la silla sobre sus cuatro patas y gritó:

—¡Lo siento!Michael hizo un gesto con la mano para darle a entender que no pasaba nada. Luego me señaló con las dos manos, como si presentara el premio de un concurso de televisión.

—Ésta es la doctora Molokova —le dijo a Alex, que me dedicó una sonrisa, asintiendo con la cabeza.

—Puedes llamarme Anya —le dije al niño—. Encantada de conocerte.

—A-ny-a —repitió, y luegosonrió.

Advertí en él un aire de golfillo callejero: un pelo de color castaño oscuro que necesitaba un corte y un buen lavado; piel clara, norirlandesa; ojos grandes, de color azul oscuro, y una nariz insolente y chata, parecida a un champiñón salpicado de pecas. Más chocante era su gusto en el vestir: una camisa demasiado grande con rayas marrones, mal abrochada; unos pantalones de tweed, también marrones, con un dobladillo muyalto; una corbata de cuadros escoceses y unos zapatos negros de colegial cuidadosamente pulidos. Sobre el sofá vi un chaleco y un blazer. No me habría sorprendido descubrir también un bastón y una pipa. Estaba claro que Alex era independiente desde hacía mucho tiempo y que trataba de parecer mucho mayor de lo que era. Supongo que para ayudar a su madre. Estaba ansiosa por descubrir si todo aquello era la manifestación de otra personalidado si simplemente era un excéntrico. La habitación olía a cebolla.

Michael cogió una silla y se sentó junto a la puerta, tratando de no interferir en mi reunión con

Alex. Me acerqué a la mesa.

—Se está bien aquí, ¿verdad?

Alex me miró, esbozando una sonrisa amable.

—Mi madre, ¿se encuentra bien? —preguntó.

Me volví hacia Michael, que asintió con la cabeza.

—Creo que está sana y salva—repuse, escogiendo cuidadosamente mis palabras.

Mi firme propósito es decir siempre la verdad a mis pacientes, pero cuando se trata de niños, el tacto es muy importante. Alex se dio cuenta de que había dudado y de que había mirado a Michael, y la sonrisa que me devolvió estaba preñada de preocupación. Eso no resultaba nada sorprendente, teniendo en cuenta lo que había vivido. Rara vez trabajo con niños que hayan tenido una infanciaagradable, y, aun así, a pesar del catálogo de traumáticas existencias con las que te tenido que lidiar hasta ahora, todavía me resulta muy duro convertirme en parte de otra historia que ha sido arruinada por tanto dolor a tan temprana edad. Con demasiada frecuencia sé de antemano cuál será su final, y nunca consigo borrar de mi memoria los rostros de esos niños. Mientras duermo, muchas veces acabo pensando en sus experiencias vitales.

Mi amigo el demonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora