19 La huida

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Alex

Querido diario:

Esto son dos peces en un tanque de agua. Uno se vuelve hacia el otro y le pregunta:

—¿Sabes cómo se conduce este trasto?

Supongo que ya no tengo por qué seguir escribiendo chistes, puesto que ya no voy a interpretar a Horacio: estoy en el hospital y los médicos dicen que «es totalmente imposible» que pueda salir para hacer las funciones de esta semana. Aunque, esta mañana, tía Bev me dijo algo que hizo que me sintiera un poquito mejor. Se presentó con una diadema azul en la cabeza y una camiseta muy fina con el emblema de Superman en la parte delantera, una ropa un poco extraña para una mujer. Tenía la cara sonrosada y sudorosa, y bebía de una botella de agua verde lima.

—¿Has estado escalando un muro? —le pregunté.

Me miró con expresión culpable.

—Lo siento, Alex. —Se sentó tan cerca de mí que podía oler su sudor—. Sé que te encantaría ir. Te llevaré en cuento salgas de aquí. —Echó una ojeada a su reloj—. ¿Quieres que comamos juntos?

—¿Me dejarán salir? —pregunté, muy excitado.

—Me temo que no —dijo, sacando mis zapatos de debajo de la cama—. Pero podemos ir al bar que hay al final del pasillo. ¿Te apetece?

Le dije que sí y me levanté de la cama. Me temblaban las piernas, pero tía Bev me agarró por el codo y me ayudó a ponerme los zapatos.

—Me presentaron a la directora de casting antes de que empezara la función —dijo, mientras nos dirigíamos al bar, muy despacio—. Se llama Roz. Padece de sinusitis.

Alcé la vista y, por su cara, pensé que tía Bev tenía algo realmente importante que decirme.

—¿Sinusitis? ¿Qué es eso?

—Es una enfermedad horrible y asquerosa, como si te hubieran pegado puñetazos en la nariz sin parar durante una semana.

Me quedé horrorizado.

—¿Le diste puñetazos en la nariz a Roz?

—No —dijo, pulsando un botón cuadrado de color plateado que abrió automáticamente las puertas del bar—. Lo que pasa es que su enfermedad está dentro de mi especialidad.

Nos quedamos en el umbral, observando las mesas y sillas vacías. Me alegré de que no hubiera nadie. La comida que había en los estantes del frigorífico tenía mucha mejor pinta que la que me traían en una bandeja. Tía Bev me cogió por el brazo y me acompañó hasta una mesa situada en una esquina, debajo de un enorme reloj con el dibujo de un helado.

—Le hablé de ti a Roz —me dijo tía Bev—. Le dije que eras una estrella en ciernes. Y que Quentin Taran-cómo-se-llame se moriría por tenerte en el reparto. —Se sentó en la silla metálica que tenía frente a mí y chasqueó la lengua—. Y que le mandaría el mejor irrigador nasal gratuitamente.

Me guiñó el ojo. Aunque yo no lo había entendido del todo, su forma de sonreírme hizo que mi corazón se pusiera a latir a toda velocidad. Tenía la sensación de que podía respirar más profundamente que nunca. Tía Bev abrió la carta plastificada y la estudió durante un buen rato.

—¿Qué te apetece, Alex? ¿Patatas asadas con piel y judías con queso? ¿Qué me dices de una tortilla? Podrías pedirla con beicon y pimientos.

Negué con la cabeza.

—Una tostada con cebolla, por favor.

Tía Bev bajó la carta y me miró fijamente, como si tuviera náuseas.

Mi amigo el demonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora