10 - Medieval

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i.

La armadura del Caballero es de bronce, pero está tan lustrada que parece del más glorioso color oro. Su porte es orgulloso, pero Lady Stern no previene rastro de vanidad alguno en sus elegantes ademanes. Se le queda mirando, y el Caballero a ella.

Su hermano, Lord Stern, yace en el suelo con heridas superficiales, y sin embargo con una expresión demasiado satisfecha para alguien que acababa de perder estrepitosamente un duelo de espadas. También mira al Caballero dorado, al igual que el resto del expectante público del Torneo.

La armadura se acerca al podio donde Lady Stern estuvo presenciando todos los eventos de aquella interminable tarde, aunque era la primera vez que se había dignado a levantarse para admirar al ganador. El metal reluce, los rayos solares reflejándose en él, y ceremoniosamente el Caballero ejecuta una profunda reverencia.

– Quítate el casco. – Ordena ella, hipnotizada.

Nota al Caballero tensarse bajo su indumentaria, y detrás de la fachada de Gran Dama, Lady Stern se estremece con nerviosismo, pensando que al revelar su rostro, su figura se disolvería como humo en el aire, el fantasma de la gloria; no se sorprendería de ser ese el caso. No obstante, cuando el Caballero acato su mandato, lo primero que pensó fue que frente a ella estaba el hombre más hermoso que haya visto. Un latido errático después comprendió que se trataba de una mujer, y sin mucho esfuerzo se rectificó mentalmente, ahora pensando que era la mujer más hermosa que haya visto.

Su pelo era corto y lacio; un castaño rojizo propio de los zorros del norte. Ojos cafés clavados en el suelo de la arena, sin atreverse a cruzar mirada con Lady Stern, quien no había reaccionado aún.

Hubo una exclamación general, cortesía de la multitud. Jadeos de sorpresa, risas, y murmullos que se fingían gritos. Todos tenían en común el tono incrédulo para ese tipo de casos sin precedentes, tumulto de ignorante opinión colectiva. Una piedra anónima voló hasta la sien del Caballero, provocándole una pequeña magulladura sangrante. Lady Stern levanto la mano para evitar que se desatara un tsunami de piedras. Las voces enmudecieron al instante, las manos cargadas se congelaron.

– ¿Cuál es tu nombre? – No tuvo que alzar la voz para hacerse oír, tal era el silencio.


ii.

– ¡Es ridículo! ¡Es una chica!

Exclamaba Lord Stern, acalorado. Infundía un temor raro en él; no era habitual que alzara la voz para algo que no fuera aclamarse. Pese a ello, Lady Stern no se molestaba en prestarle atención, muy concentrada en su tarea de mirar las estrellas que se alcanzaban a ver desde la puerta abierta de su balcón. Estaba hastiada de tanto griterío, producto del efecto que habían tenido sus palabras en el Torneo, pero mantenía una mansa calma, cerca de apática, con la que luchaba en contra de tan injustificada reacción.

Cerró los ojos, como venía haciendo desde aquella tarde, y vio al Caballero y a la armadura y a la espada vibrando con la emoción de las almas inmortales frente a sus parpados, que habían sido tatuados con la imagen de Iggy Loveheart danzando como los verdaderos guerreros. Encontró claridad en su recuerdo; evocarlo provocaba una rebeldía en su pecho al cual no le podía dar nombre. Sin dejar de mirar las estrellas, respondió:

– Lo ridículo, Lord Stern, es que mi nueva escolta personal este encerrada en un calabozo y no a mi lado, como estaba acordado. – Lo vio abrir la boca para replicar, así que añadió rápidamente – Y te recuerdo que esa chica te venció en un duelo justo.

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