Estaban en el templo, Muna miraba como dibujaban los círculos, uno tras otros, primero con tiza, luego con sal y finalmente con sangre. Trataba de distraerse presionándose el dedo pequeño del pie, sintiendo cómo su propia sangre y su propio dolor la sacaban momentáneamente de aquél lugar.
Al igual que la última vez que el príncipe maldito las había visitado, Nariana le había pedido que se arrancara una uña del pie. La primera vez no preguntó por qué, sabía que si lo hacía su abuela la castigaría de alguna forma. Muna, con el tiempo, había entendido que para todo había un costo, incluso para la información más nimia. Pero ese día no le importó recibir más dolor.
–¿Para qué es la uña?
Muna esperó el golpe, el corte de pelo, o al menos el pellizco.
–Es para protección –contestó simplemente su abuela y esperó a que Muna se arrancara la uña.
Muna decidió no preguntar más. Entendió el gesto de benevolencia de su abuela y tomó una de las pinzas, eligió el dedo más pequeño y comenzó a tirar y levantar la uña mientras su respiración se aceleraba y el sudor comenzaba a invadirle la espalda. No era la primera vez que se arrancaba una uña, había aprendido a hacerlo con bastante eficacia después de la tercera vez. Las primeras veces lo había hecho su abuela y definitivamente era mucho peor.
Cuando los círculos estuvieron listos, los hombres, todos encapuchados y cubiertos con sus máscaras de hueso, comenzaron a entrar y a formar un círculo detrás de las iniciadas. Los cantos empezaron y marcaron el momento en que Muna debía acercarse al fuego que bailaba justo frente al círculo. Una a una las iniciadas se realizaron un pequeño corte en el dedo anular y dejaron caer una gota de sangre en el fuego. Si este cambiaba de color, indicaba que esa noche debía ser iniciada. Muna fue la tercera en poner su sangre en el fuego. Y como las veces anteriores, este simplemente creció un poco, pero no modificó su color. En cambio, la llama se tornó azul en cuanto la joven que venía detrás de ella dejó caer una gota de sangre.
Todos volvieron a sus posiciones. Un hombre alto se posicionó en el centro del círculo y esperó a que la iniciada se le acercara. Muna sabía que era Waro, también sabía que a diferencia de otros hombres no iba a quitarse la máscara, nunca lo hacía, ni siquiera fuera del ritual, como si esa fuera su verdadero rostro. Sí le quitó la máscara a la iniciada, que Muna reconoció como una de sus vecinas, una aprendiz de necromancia, que como todas las mujeres que se dedicaban a ese arte, era pequeña y de ojos realmente oscuros. La muchacha, de apenas quince años, estaba completamente aterrorizada. Muna no quería mirar, pero sabía que era peor, cada vez que no miraba su abuela la obligaba a comer sobras y la llevaba a presenciar otros ritos igual de macabros. Vio como Waro le arrancaba la túnica y la hacía girar sobre sí misma para contemplarla, para observar la carne joven que él iba a reclamar por primera vez. Vio cómo primero la acariciaba, pero sabía que la palma suave por su espalda era una trampa. La caricia siempre empezaba con una mano, lenta y con movimientos repetitivos o circulares, luego se sumaba la otra mano y juntas empezaban a apretar la piel, a estimular las zonas genitales y a tomar el cabello con violencia mientras reclamaba su boca. En ese momento Muna sentía que el aire empezaba a escasear en el lugar, y odiaba como los cantos se volvían más frenéticos.
Era ese mismo frenesí lo que hacía que todo pasara con una velocidad vertiginosa. Pronto la delicadeza inicial se convertía en rasguños sobre la piel y Waro se introducía en ella, en un solo movimiento. Muna cerró los ojos momentáneamente cuando ella gritó en la primera penetración. Pero los volvió a abrir para ver cómo Waro la manejaba como un muñeco, como un objeto. Vio a Waro volverse salvaje, a gemir como la bestia que era, a unir su cuerpo tan cercano a la iniciada que se volvían una masa amorfa. Entonces, al igual que la última vez que Waro estuvo ahí, pasó algo que Muna no llegaba a entender, algo que rozaba lo extraordinario. La mayoría de las iniciadas mantenía su expresión de dolor, de desagrado hasta el final, pero la joven debajo de Waro empezaba a gemir de placer, a pedir algo que se volvía inteligible y Waro que, al parecer, era el único que entendía ese pedido, disminuía la velocidad y todo se volvía lento y sensual. Muna sintió que el calor se volvía todavía más insoportable y que su cuerpo respondía a un llamado invisible, a un llamado que todavía no quería responder.
El resto de las jóvenes, candidatas a iniciarse, también sentían el calor que de pronto hacía que se humedecieran. Algunas incluso se tocaban. En ese momento nadie podía dejar de mirar aunque quisiera. La hipnosis se volvía una capa de transpiración, de respiraciones agitadas, que hacían que de pronto la iniciada se volviera también un animal salvaje, cambiara de posición y montara a Waro hasta que ambos llegaban al éxtasis final.
Solo finalmente el hechizo se rompía y Muna podía cerrar los ojos y concentrarse en respirar normalmente, en tratar de ignorar el olor a semen, sangre y sal que se multiplicaba por todo el templo.
Cada vez que Muna volvía de un ritual de luna nueva, se daba un baño con agua fría y se refregaba bien todo el cuerpo, sentía que había algo debajo de la piel que de pronto la volvía impura, y se raspaba con la esponja para ver si llegaba hasta ahí abajo, pero sabía que la sensación le iba a durar por días. Luego lloraba y pedía por su mamá que, hasta último momento, la había protegido de aquel mundo, de aquella herencia terrible. En esas ocasiones recordaba las veces que se había quejado frente a su madre no tener magia. Y las veces en que ella le había respondido que tener magia significaba tener que pagar un precio constante, y la mayoría de las veces no valía la pena. Cada vez que estaba en el baño después de un ritual extrañaba terriblemente a su madre. Y lloraba por ella para ocultar la vergüenza. Prefería sumirse en el dolor, que preguntarse por qué se excitaba, por qué sentía ese calor entre las piernas y fantaseaba con ser ella en el medio de círculo y tomar el control, tal como lo había hecho la iniciada de esa noche. Le resultaba más sencillo espantarse y apuntar con el morbo de su propia amiga que reconocer la inevitable satisfacción de ver cómo los genitales quedaban cubiertos de fluidos, cómo la piel quedaba marcada, cómo el semen corría por las piernas desnudas.
Se sentía sucia, y en esos momentos extrañaba a su madre, porque si ella estuviera ahí nunca habría tenido que presenciar todo aquello, nunca habría tenido que enfrentarse a sus propias emociones.
–¿Quién sigue?
La voz de Waro Malsana la sacó de sus pensamientos, de la vergüenza que empezaba a subirle por la piel y levantó la cabeza para ver al hombre todavía desnudo, imponente a la luz de las velas.
–Señor –dijo una de las mujeres–. Solo una iniciada tornó la llama azul.
–Eso no importa, las iniciaremos a todas –Waro hizo una seña con la mano y dos hombres más entraron en el círculo.
–Así no es como funciona –protestó uno de los hombres.
–Necesitamos reunir toda la energía sexual posible, así que hoy las iniciaremos a todas.
Muna sintió que el cuerpo entero le temblaba y un terror frío empezaba a subir por sus extremidades. Una de las iniciadas se arrojó a los pies de Waro y le dijo que ella estaba dispuesta a iniciarse con él. Waro la tomó de los brazos y la puso de pie y luego olió su cabello.
–No –dijo y se la pasó a uno de los hombres que esperaba pacientemente detrás de él. Inmediatamente empezó a desvestirla.
Entonces Waro se dirigió a la otra muchacha para repetir la misma secuencia, olerla profundamente y después lanzarla a uno de sus hombres. Pronto estuvo frente a Muna, se acercó y apoyó su nariz detrás de la oreja de la muchacha y aspiró. Con terror, Muna vio cómo le sonreía y acercaba cada vez más su cuerpo desnudo al de ella. Empezó a hiperventilar, sintiendo que el vértigo crecía cada vez más.
–No –dijo una voz que sorprendió a Muna y la separó, con una fuerza increíble, de los brazos de Waro.
Nunca se había sentido tan agradecida de escuchar la voz de Nariana, de ver el cuerpo de su abuela que siempre le había parecido corriente, interponerse como un muro impenetrable.
–Nariana –la reconoció Waro, aunque la anciana no se había quitado la máscara –¿Qué crees que haces?
–Lo que estás haciendo es sacrilegio, te costará tu lugar en el consejo.
–No, no lo hará –dijo Waro e intentó agarrar a Muna del brazo.
Muna dio varios pasos para atrás y Nariana se movió para volver a bloquearlo.
–Es una de las tuyas ¿verdad? –sonrió Waro.
–Ya es demasiado que te dejamos iniciar a la anterior sin que el fuego cantara, esto es demasiado, estás abusando de tu poder.
–Es sólo una iniciación, Nariana, y necesito a tu nieta.
–Si las toman a todas juntas nos dejan sin la magia para las siguientes lunas, sabes que nos dejarán desprotegidos.
–Está bien, tomaré a tu nieta, perdonaré a la otra.
Muna miró a las otras dos iniciadas, una ya estaba en medio del círculo completamente desnuda y gimiendo de dolor mientras el hombre, sin máscara ya, la tomaba con violencia. La otra estaba siendo defendida por dos hombres, sólo entonces reconoció que se trataba de la hermana menor de Reo, y pudo ver al muchacho y a su padre, tratando de razonar con el seguidor de Waro.
–No la necesitas –continuó su abuela–. Mi nieta no tiene magia, le enseño alquimia elemental, nunca podrá hacer más que brebajes simples –la miró de reojo brevemente–. No es digna de ser iniciada contigo.
Muna no se sintió dolida por aquellas palabras, por primera vez encontraba en la crueldad de su abuela algo más profundo, un propósito.
–Puedo hacer que su magia despierte en el rito –contestó Waro.
–Vete –contestó su abuela.
Waro sonrió, pero dio un paso hacia atrás.
–Pasaré por tu casa más tarde, ten preparada a la muchacha.
–¿Para qué?
–La iniciaré en la sexta luna nueva, pero no acá, me la llevaré conmigo.
Dicho eso, dio media vuelta y se fue.
Nariana giró hacia Muna para mirarla a los ojos, y no encontró otra cosa que terror. Pero no tenía tiempo para consolarla o tranquilizarla, la tomó del brazo y la condujo lo más rápidamente posible fuera del templo, pronto estaban casi corriendo por la calle en dirección a su casa. Por un momento, Nariana había pensado que lo había engañado, al igual que la última vez, pero en cuanto se desprendió de la muchacha y sonrió supo que ella había sido la ilusa esa vez. Y la certeza se hizo roca en cuanto olió a la primera muchacha. No la había ocultado de su propio olor, y se sintió una estúpida recién iniciada. Aunque si él las estaba oliendo, ya sabía lo que Muna era, ya sabía que estaba entre ellos, y probablemente que portaba un nombre antiguo. Siempre entendió que no iba a poder ocultar a su nieta por mucho tiempo, se lo había dicho a su madre cuando le pidió que la cuidara, cuando le pidió que retrasara su iniciación lo máximo posible.
Nunca había estado de acuerdo con las decisiones que su hija había tomado en cuanto Muna nació y se dieron cuenta de lo que era. Pero lo había respetado, y había respetado su última voluntad de no contarle nada a la muchacha y de ayudarla a escapar cuando llegara el momento. La había preparado como había podido y deseaba que las cosas fueran diferentes.
Llegaron a la casa y Nariana mandó a Muna a cambiarse y tomar lo esencial.
–¿A dónde vamos? –le había preguntado la muchacha y Nariana tuvo que respirar para no estampillar su cabeza contra la pared como hubiera hecho en una circunstancia normal.
–Lejos, antes de que Waro llegue.
Vio la confusión en los ojos de su nieta y luego la resolución, pronto se perdió por las escaleras y la escuchó moverse a toda prisa en su habitación. Ella misma ató un par de trapos, pociones e ingredientes que les ayudarían a protegerse en el camino. Luego llamó a su hija mayor, la única que sabía, al igual que ella, la naturaleza de Muna.
–Waro la descubrió.
–Es hora, entonces.
–Protege la casa, te veo en la próxima vida.
–No sabes eso, madre.
Nariana sonrió, sí lo sabía.
Alcanzó la puerta justo cuando Muna terminaba de bajar las escaleras. Saludó con la mano a sus hijas y nietos que se habían ido aglutinando en la cocina, sin entender nada. Se detuvo cuando vio a Pietro.
–Vienes con nosotras –le dijo.
El muchacho no cuestionó nada y aceptó sus palabras con decisión.
Le había enseñado bien. Pronto los tres estuvieron en medio de la noche completamente negra.
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En el fuego, la sangre
FantasyMuna vive en aquelarre más grande de la comuna del sur. Trata de adaptarse a un ambiente hostil, siendo una bruja sin magia entre seres que, generalmente, actúan como todopoderosos sin medir las consecuencias o la crueldad. Todo cambia cuando el "pr...