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Muna miró a su mejor amiga, mientras la furia comenzó a embalsarse en la zona donde se junta la garganta con el pecho.

–¿Qué haces acá? –dijo en tono de acusación más que como pregunta.

Antari desvió la mirada de Nariana hacia su amiga. Muna la vio palidecer un poco, y recorrer los ojos por todo el lugar como hacía cada vez que necesitaba, desesperadamente, encontrar una excusa.

–Me perdí –balbuceó Antari.

Generalmente sus excusas eran absurdas.

–Te dije que te deshicieras de la humana –le espetó Nariana, mirándola con el desagrado al que la muchacha estaba acostumbrada.

–Por lo que acabo de escuchar, soy tan humana como ustedes, y quiero ser tan brujas como ustedes... bueno, no como Muna, a mí no me da miedo la oscuridad.

Muna la fulminó con la mirada. Antari bajó la vista de inmediato.

–Vuelve a tu casa ¡Ahora! –le ordenó.

–Ya no hay tiempo –dijo en cambio su abuela–. La muchacha ya eligió su camino.

Muna giró con tanta violencia la cabeza que por un momento se sintió mareada. Nunca iba a entender a la vieja, con sus cambios tan repentinos, con el odio que se le soltaba todo el tiempo del cuerpo, pero que, por momentos, se podía confundir con una especie de perversa compasión.

No hubo tiempo, sin embargo, de decir nada más, ni de tampoco ordenarle a Antari que se marchara de una buena vez. El ruido de jinetes se hizo evidente y el pánico empezó a emerger de nuevo en la columna vertebral de Muna, como una serpiente marina, que estuvo esperando todo ese tiempo para despertar y moverse por debajo de su piel.

Sin embargo, por la tranquera de la casa abandonada, entró Reo y su hermana Orla, aquella que había estado esa misma noche en la iniciación y había sido lanzada a los brazos de uno de los hombres de Waro. Muna no llegó a ver qué había pasado con la muchacha, pero si estaba acá presumió que se encontraba en la misma situación precaria, en el mismo equilibrio resbaloso que ella. Amabas eran corderos que debían correr aunque todavía no habían aprendido a usar las piernas correctamente.

–Demoraste demasiado –le dijo Nariana a Reo como modo de saludo en cuanto entró a la casa abandonada.

–Pensamos que nos iban a dejar en paz –se excusó Reo.

Nariana rió sarcásticamente, como si supiera exactamente lo que había pasado. Muna la miró, y la mirada arrogante de su abuela le dijo que sí, que sabía exactamente lo que los hombres de Waro habían hecho. Se preguntó entonces cuáles eran los bordes de ese conocimiento, hasta dónde llegaba, y cuál era la responsabilidad de Nariana en todo lo que le estaba pasando. Como muchas veces, sintió odio ante su abuela, pero que, lamentablemente, no era puro, sino que irradiaba algo más, una admiración secreta que no quería, no podría verbalizar.

–No tenemos mucho tiempo, Waro ya debe haber descubierto el nombre de Muna y debe estar viniendo hacia acá.

–¿No ocultaron su nombre? –preguntó Reo.

–Claro que lo ocultamos –contestó Nariana con cierto desprecio–. Pero no se puede bloquear por mucho tiempo.

–¿Por qué quiere a Muna? –preguntó Reo y la miró con curiosidad.

Muna le devolvió la mirada. Reo siempre había sido el muchacho más apuesto del pueblo, con su cuerpo esbelto, su mandíbula cuadrada y esos ojos café de ensueño. Lamentablemente era consciente del efecto que generaba en otros. Llevaba ese conocimiento con cierta arrogancia, como si ser lindo le diera superioridad por sobre aquellos que habían sido maldecidos a ser corrientes. Jamás había pasado dos veces la mirada por Muna, con su cuerpo pequeño y su cabello del color insulso del pastizal en invierno y a ella no le había importado. Siempre se supo ordinaria en todo sentido, pero eso jamás le tocó el sueño o la llamó a la oscuridad como muchas otras cosas. Lo que a Muna siempre le había importado era salir de esa comunidad de brujas y tener una vida que pudiera llamar propia en la villa de los humanos. No iba a dejar ahora,aa que por fin estaba escapando de ese mundo, que ninguna mirada seductora la arrastrara de vuelta.

En el fuego, la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora