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Esa mañana Muna se había despertado con un presentimiento amargo, un presentimiento oscuro,  de algo que  se arrastra y quiere carcomerte los tobillos, y dejarte lleno de espasmos el cuerpo. Amaneció con un mal presentimiento y además tenía miedo, tanto miedo que le costaba pasar su propia saliva por su garganta.
Pronto se encontró con los ojos de Isla, y se dio cuenta que la había estado observando, quizás durante horas, probablemente desde que el sol se había asomado ese mismo día. De pronto, algo pareció brillar en los ojos de aquella extraña mujer, y le dio una sonrisa torcida.
– También lo sientes, ¿verdad? –le preguntó.
–¿Sentir qué? –quiso saber Muna, aunque la forma en que su estómago se encogió le dijo que sabía cuál iba a ser la respuesta de Isla.
–El peligro –confirmó Isla– Sabes que es hoy.
–Hoy va a atraparme –susurró Muna e Isla simplemente asintió.
–¿Cómo…?
No hizo falta que Muna terminara la pregunta.
–Tenemos una gran capacidad de intuición, siempre sabemos cuando algo va a cambiar.
–Pero yo nunca…
–Quizás no conscientemente, muchas veces proyectamos nuestra intuición en algo más, en un objeto, o un animal –la interrumpió Isla.
Muna entonces recordó su gato, y cómo este se comportaba siempre de manera extraña cuando algo malo iba a suceder. Miró a Isla de nuevo, esta vez con la boca abierta, y sin saber cómo preguntar lo que realmente necesitaba saber. Sin embargo, ella pareció entender la ayuda que pedían sus ojos y respondió antes de que Muna pudiera buscar qué palabras necesitaba articular.
–Somos ninfas, Muna, somos de las pocas que quedan.
–¿Ninfas? ¿Qué diablos es una ninfa? –preguntó Antari.
Sólo entonces, Muna notó que su amiga, quien había dormido prácticamente pegada a ella, había dejado de roncar y tenía los ojos abiertos y grandes, como si le estuvieran contando el mejor cuento para ir a la cama.
–Tenemos muchos nombres, los humanos también nos han llamado hadas.
–¿Hadas? –preguntó de nuevo Antari y luego intentó mirar con poco disimulo la espalda de Isla– ¿No se supone que las hadas tienen alas?
–Sí, la versión para niños –escupió Isla con fastidio, abrió la boca para decir algo más, pero luego se detuvo, miró hacia su derecha y se tomó el tabique con dos dedos– Ya sé, Serven, sé que son niños, pero ya no tengo paciencia, estoy demasiado vieja y demasiado cansada para todo esto, debí haber muerto hace doscientos años como mínimo.
Nuevamente, Muna y Antari miraron hacia la derecha de Isla, para encontrar el espacio vacío. Y antes la nueva versión de su muerte, Muna no pudo evitar la intriga y preguntó.
–¿Cómo es que sabes que deberías morir? ¿De dónde me conoces si yo no te había visto nunca?
Pero Isla no la miró.
–¿De qué sirve contarle todo lo que va a recordar pronto? –volvió a preguntar la ninfa, mirando a esa esencia que ninguna de las dos jóvenes podía percibir.
Entonces a Muna se le iluminaron los ojos, realizando una conexión que antes le había estado vedada.
–Eres como mi prima Rumuana y su madre Risina –adivinó entonces Muna –Puedes hablar con los muertos.
–No –contestó Isla, pero tampoco tuvo intenciones de aclarar nada.
Muna esperó hasta que el silencio se hizo denso y se dio cuenta de que Isla estaba perdida en otra conversación, y que no tenía intenciones de continuar la que habían iniciado momentos antes.
–¿Qué somos entonces? –volvió a preguntar Muna enojada–¿Qué carajos significa ser una ninfa?
Isla volvió a mirarla y suspiró.
–Tú y tu maldita falta de memoria –murmuró y luego tomó aire nuevamente para largarlo en su explicación– Las ninfas vinimos a este mundo para cuidar del equilibrio. Somos un nexo entre la naturaleza y los humanos, fuimos nosotras quienes hace milenios les enseñamos a los humanos a conectarse con los centros de poderes para que los utilicen, ¿pero adivina qué?
– Los humanos se volvieron codiciosos y quisieron más –respondió Antari al instante. Aunque todavía seguía mirando la espalda de Isla, buscando sus alas.
Isla asintió.
–Al principio nos veneraban, como si fuéramos dioses en la tierra, luego simplemente nos respetaban, a medida que fueron aprendiendo a dominar más el poder, su amor y respeto por nosotros se fue transformando en celos y odio… en un par de siglos pasaron de honrarnos a perseguirnos.
Isla pareció perderse de nuevo en esa otra dimensión que parecía ganar dominio sobre sus pensamientos y alejarla del mundo material. Muna quiso saber si era porque realmente estaba vieja, y los años la habían desequilibrado, o si aquella era una característica particular de Isla.
–¿Perseguirnos? –preguntó Muna para traerla de nuevo.
–Los humanos se dieron cuenta de que podían esclavizarnos y canalizar nuestro poder para usarlo para su propio beneficio.
–¿Esclavizarnos cómo? –preguntó Muna.
Pero Isla no contestó, sino que la miró de forma intensa… y Muna lo entendió. Entendió también que Waro sabía quién era ella, lo que era, y por eso había ido a reclamarla… El rito de iniciación era otro síntoma de la sociedad descompuesta en la que vivían. Los humanos habían sometido a las ninfas, de la misma forma en que los hombres sometían a las mujeres. De pronto, Muna sintió angustia, la sintió como una trama asfixiante sobre su pecho, imposible de dilucidar el comienzo o el fin, imposible de liberarse de su calor. Era una angustia pesada, la de descubrir lo nuevo como viejo, de encontrar un hilo que giraba sobre sí mismo para dar siempre la misma vuelta y nunca avanzar. Todo era lo mismo, pensó Muna, y no hay peor cosa que encontrarse con aquello que se percibe como inamovible.
Antes de que pudiera hacer otra pregunta, Piero apareció corriendo, con una capa de sudor sobre cualquier parte de su piel visible y con una expresión que pocas veces había visto Muna en él, miedo.
–Ya viene –susurró.
Y fue como lanzar una llamarada a una colmena de abejas. Muna en un salto estuvo de pie, dispuesta a correr, Antari tenía ya preparado el ademán para hostigar con su látigo a cualquiera que apareciera frente a ella. Su abuela-zorro corría de un lado a otro. Isla, también se había puesto de pie, pero portaba una fachada más serena. Se acercó a Muna con determinación y la agarró de los hombros, esperando centrar toda la atención de la muchacha en ella.
–Muna, tienes que saberlo, él te va a atrapar esta vez…
–¡No! –exclamó Muna, sintiendo el horror colmando su voz.
–Te va a atrapar, pero no va a lograr lo que quiere, vamos a ir por tí antes de que logre cualquier cosa.
–No –quiso decir nuevamente Muna, pero fue la voz de Piero la que respondió por ella. Levantó la mirada para ver a su hermano, a su protector y encontró terror en su expresión.
Se dió cuenta de que el miedo en él había ido creciendo, y recordó lo que le había contado sobre su abuela, la justificación de su reiterada tortura. Los dos tenían que ser fuertes en momentos como este o no lo lograrían.
–Debe haber alguna forma… –comenzó Pietro.
–¿Qué hacemos acá perdiendo el tiempo, entonces?  –gritó Antari –¡Vámonos!
–Va a suceder, hoy, mañana, la semana que viene, lo han visto –contestó Isla señalando a Nariana.
El zorro bajó las orejas como si estuviera aceptando una derrota.
–No te dejes seducir, no dejes que te convezca sobre nada de lo que te diga –le dijo Isla con seriedad, y por un momento Muna pensó que estaba siendo ridícula, pero calló al ver la expresión de Isla, su rostro de pronto estaba lleno de marcas de resentimiento y dolor– No lo vuelvas a arruinar.
No dijeron nada más, emprendieron su camino hasta que sintieron a Waro pisándole los talones. Y lo que sucedió después es historia conocida.
Isla le ordenó que corriera.
Muna obedeció mientras veía como su amiga y Pietro se quedaban atrás, junto con Ia ninfa para enfrentar a Waro.
Horas corriendo y deambulando por el bosque.
Dos manos se habían aferrado a su cuerpo.
Y luego oscuridad.
Cuando Muna finalmente despertó, iba balanceándose de un lado a otro sobre una espalda muy dura. Le dolía la cabeza y sentía que toda la sangre de su cuerpo se había concentrado en esa zona. Intentó levantarse, pero una mano la sostuvo. Entonces recordó todo y empezó a patalear y a gritar.
–Shhh, tranquila –dijo Waro y puso su otra mano en sus piernas, sujetándola con fuerza.
Cuando Muna no se quedó quieta, Waro dejó que la mano que la sostenía subiera lentamente por su pierna, en una suave caricia hasta llegar a sus glúteos para dar una pequeña palmada.
–¡Quieta! –la retó, pero con un dejo de risa en la voz.
Inmediatamente Muna dejó de forcejear, y se sintió primero asombrada, luego avergonzada de las sensaciones que Waro había generado con aquella caricia. Apretó las piernas en quizás, simple negación y esperó a que el calor la abandonara de forma tan repentina como había llegado. Pero el contacto directo con el brujo maldito no ayudaba.
–Bájame –exigió entonces Muna.
–Dilo bonito –contestó Waro, todavía con ese dejo de diversión en la voz.
Muna tardó unos cuantos segundos en reaccionar, tratando de convencerse de que sí, quién bromeaba tan sutilmente con ella era el sádico, sangriento, príncipe maldito, Waro Malsana.
–Por favor, bájame –volvió a pedir Muna casi en un susurro. 
Sintió cómo el brujo detenía la marcha, para luego bajarla lentamente. Apenas los pies de Muna tocaron el suelo, sintió como todo giraba a su alrededor y le costaba mantener el equilibrio.
–¿Estás bien? –preguntó Waro.
Y Muna levantó la cabeza con tanta velocidad para observarlo, que su mareo pasó a la instancia nauseabunda.
–Tranquila, ya pasa –la consoló Waro.
Pero Muna quería decirle que sólo estaba empeorando las cosas. Necesitaba con urgencia su silencio. Porque de pronto sentía que su voz era demasiado sexy, que olía increíble y que sus manos en sus hombros tenían un peso diferente, que no debería estar ahí. Todo le pareció confuso, y sintió que le faltaba aire y espacio, mucho espacio para poder pensar con claridad.
Dió un par de pasos hacia atrás y volvió a sorprenderse al ver que Waro se lo permitió. Respiró profundamente y levantó la mirada para ver bien al brujo. Se dió cuenta de que era la primera vez que lo veía tan de cerca, a la luz del día. Tenía la mitad del rostro tapado por una máscara de hueso, de esas que se usaban en las iniciaciones. En lo poco que quedaba de piel a la vista, se podía observar cicatrices que lo marcaban y recorrían profundamente. También Muna se dió cuenta de que Waro era un hombre joven, no más de veinticinco años, de estatura alta y complexión de guerrero. Estaba segura de que si su cara no estuviera marcada, sería de aquellos hombres que genera suspiros por dónde fuera.
Esta idea le hizo fruncir el ceño. No necesitaba una cara bonita, aparentemente ni siquiera una cara completa para generar suspiros, ella había sido testigo de eso, en más de una ocasión.
–¿Te sientes bien? – le volvió a preguntar Waro con esa voz que hacía que a Muna se le calentara algo por dentro.
Otra vez se sintió confusa ¿Desde cuándo le atraía ese mago? Había estado frente a él otras veces y nunca se había sentido así ¿Desde cuándo el sonido de una voz tenía el poder de derretirla de adentro hacia afuera?
–¿Qué me has hecho? –soltó Muna antes de que pudiera pensarlo claramente.
Waro la miró confuso. Y su expresión le pareció increíblemente genuina a Muna, y  eso simplemente no podía ser. Entonces el brujo pareció entender y sonrió.
–¡Ah! ¿Te refieres a tu sueño inducido? –preguntó llevándose la mano al cabello, y ladeandose, como si estuviera avergonzado –Perdón por eso, era la forma más rápida de alejarnos de los otros.
Muna abrió la boca, incrédula. Waro se comportaba como un adolescentes en celo y el acto no encajaba. No encajaba con nada.
Muna negó con la cabeza. Eso no era lo que quería preguntarle, quería saber por qué de pronto sentía esa atracción hacia él. Abrió la boca de nuevo, pero la volvió a cerrar. Hacer la pregunta significaba admitir que, fuera lo que fuera que había hecho, había surtido efecto y la estaba afectando. De pronto se dió cuenta de que no quería darle ese poder.
–¿Qué quieres? –preguntó en cambio.
–Pensé que eso era obvio.
–Si lo fuera no lo estaría preguntando –respondió Muna con veneno.
–Te quiero a tí –respondió Waro.
Muna puso los ojos en blanco y resopló.
–¿Por qué?
–Eso también es obvio, pequeña ninfa –dijo haciendo énfasis en la última palabra.
–¿Quieres más poder? –adivinó Muna.
Waro asintió y luego sonrió.
–Debo ser el brujo más poderoso que camina por éstas tierras –le dijo sin ningún sesgo de soberbia– Y sin embargo, soy un esclavo.
Muna lo miró confusa. Los ojos de Waro brillaban de forma diferente, se veían sinceros, determinantes. No era la mirada psicótica que podría esperar en un mago como él.
–Soy un esclavo de una maldición, no puedo controlar mi poder, no puedo cambiar mi apariencia, no puedo sentirme completo, no puedo tener un alma hasta que me libere de esta maldición.
–¿Y piensas que sólo más poder puede liberarte? –preguntó Muna con un hilo de voz.
–No más poder –la corrigió Waro– tú poder, el poder de alguien que tenga acceso completo a la oscuridad, sólo tú puedes arreglarme.
–¿Y por qué querría hacer algo así? –preguntó Muna.
–Porque yo puedo hacer lo mismo por tí.
–¿Hablas de iniciarme?
–No, hablo de liberarte –aclaró Waro.
–No entiendo –confesó Muna.
–Yo puedo ayudarte a cerrar el ciclo, a que nunca tengas que volver a nacer como humana, en la protección de las mismas brujas que te traicionaron.
–¿A qué te refieres?
–La última vez que estuviste viva, sí, ustedes las ninfas vuelven a vivir, reencarnan, quisiste cerrar la conexión con la oscuridad, y te traicionaron.
–¿Quién me traicionó?
–Tu amada familia, los D'Albano.

En el fuego, la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora