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Muna escuchó los pasos retumbar por la casa, y no quiso abrir los ojos, aunque llevaba varias horas despierta y de un humor de mala muerte. Era miércoles y odiaba los miércoles.

–¡Muna! –gritó su abuela desde la cocina.

Y ella simplemente gruñó en respuesta, pero luego puso los pies sobre la piedra fría. Sabía que era en vano hacer oídos sordos, si no se levantaba, su abuela llegaría hasta su cama con la sangre de los sapos que sacrificaban, o el agua con vísceras que usaban para la adivinación. En ese caso, el olor podía durar por días, y necesitaría una poción para quedar limpia de nuevo.

Y todavía no había aprendido del todo esa receta.

Desde que se había mudado con su abuela y la había tomado como aprendiz de alquimista, la vieja no se había propuesto enseñarle absolutamente nada, pero la había puesto en situaciones terribles, desagradables al menos, (despertarla mediante medios asquerosos era la menor de todas ellas), que la obligaban a buscar soluciones por cuenta propia entre los desordenados grimorios que habían en la casa.

–Esta noche es la tercera luna nueva –dijo Pietro en cuanto ella entró a la cocina.

–Genial –respondió Muna sin entusiasmo.

Esquivó la mirada de Pietro, o de cualquiera de sus primas o tías. Todas vivían juntas en la gran casa, como correspondía en un aquelarre. Y todas ellas, e incluso Pietro, observaban a Muna con la pena arrastrando en los ojos, todos excepto por Nani, su abuela, que prefería la crueldad.

De chica solía preguntarle a su madre por qué no vivían con el resto de la familia, que usaban la misma casa como un ejército de escarabajos, cada uno con voluntad propia, pero sincronizándose con la energía de la sombra mayor que los amenazaba sin palabra alguna. Su madre siempre le había explicado que ellas eran diferentes, llevaban un estilo de vida alejado de la magia. De niña, no notaba la diferencia, en los pocos momentos que pasaba con sus primas y con Pietro, no llegaba a ver las miradas cuidadosas, el ocultamiento de los rituales que podían impresionarla, o cómo sus primas mayores utilizaban códigos para referirse a sus primeros rituales sexuales.

Pero una vez que puso un pie en la casa, su abuela le había cortado el pelo con una furia que la tomó completamente desprevenida. Lo cortó a tijeretazos hasta dejarlo corto como a un varón, siendo desprolija a propósito, de manera que quedaban huecos visibles, donde se podía ver el cuero cabelludo. Había tirado al fuego todo el pelo, y la hizo mirar mientras el olor a chamuscado invadía toda la habitación.

–Lo quiero largo de vuelta para el fin de semana –fue todo lo dijo como bienvenida y desapareció.

Ese día, su abuela dejó en claro a todos que la condescendencia era una ilusión, había sido una ilusión arrastrada por mucho tiempo y que la voluntad de su madre ya no protegía. Lo secretos se esfumaron, los ritos comenzaron a hacerse en plena luz del día, frente a sus ojos impresionables. Pero las miradas llenas de compasión continuaron a espaldas de la abuela, quien las consideraba una muestra de debilidad.

Su abuela entró en la cocina cargando la canasta de frascos ya llenos de diferentes pociones. Los miércoles eran días de entrega, y siendo Muna el escalafón más bajo de todo el aquelarre, era quien se ocupaba de los encargos menores.

–Si quieres te acompaño –le dijo Pietro en cuanto su abuela le dejó la canasta frente a ella, sin mediar más que una mirada de advertencia.

Muna había aprendido muy bien qué significaba, "vuelve pronto, no rompas nada, no respondas preguntas estúpidas, recuerda que la información también se vende."

–No, gracias.

Tomó la canasta y escondió un par de bollos de pan para ir comiendo en el camino. Nariana odiaba que se demorara en salir. Comprobó que nadie la observaba y revisó su imagen frente al único espejo que había en la casa, en un pequeño pasillo que no reflejaba más que la monotonía de la pared. Las brujas eran muy recelosas con los espejos, nunca sabían quién o qué podía estar mirando del otro lado. Ató  su cabello en una trenza, y luego enrolló la trenza en un rodete. No quería que se notara que lo tenía extenso otra vez, o su abuela volvería a cortarlo.

En el fuego, la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora