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Waro vio los caballos acelerar en el camino desprolijo del bosque. Vio a su pequeña presa mirar por sobre el hombro con un pánico que le generó una corriente de placer en el cuerpo. Quería decirle que la persecución era inútil, que sólo le traería más castigos cuando la alcanzara. No porque detestara una buena caza, al contrario, hacía que se le revolviera la sangre, hacía que se sintiera primitivo y bestial. Le molestaba el hecho de que aquella pequeña criatura quisiera tentar el destino, lo que irreparablemente ya había sido marcado. Pero cada vez que estaba cerca de ella, que estaba a punto de agarrarla, se le resbalaba entre las manos y eso lo enfurecía y lo excitaba al mismo tiempo. En esos momentos se preguntaba cuánto tiempo iba a degustarla hasta cansarse de ella. Generalmente le llevaba un par de noches, le tomaba un par de horas sudar en distintas posiciones sobre la mujer debajo de él, le bastaba con sentir esa adrenalina momentánea, el placer de explotar y generar pequeñas cuotas de dolor que se confundían con el goce. Al final todas eran suyas, todas se sometían y sometían su poder a él.

Eso era lo que no entendían el resto de sus compatriotas cuando reclamaban el poder de una mujer. Este no se podía tomar mediante la brutalidad, no completamente, la única forma de reclamarlo en toda su pureza era mediante el placer y la entrega. Eso no significaba que la brutalidad no tomaba parte, la mayoría de las voces, la violencia, el miedo, seguido de la compasión era la mejor forma para persuadir el camino de la entrega última y final.

Y si era el poder lo que lo ataba a una mujer, bueno, digamos que iba a estar mucho tiempo amarrado a la muchacha que seguía insistiendo con escapársele de las manos.

Waro se detuvo cuando vio que una figura se interpuso en el camino, y lo sacó de la línea de sus pensamientos. Sonrió en cuanto la vio, pero la sonrisa no le duró mucho, se convirtió en una mueca silenciosa en cuanto la mujer desató su magia y los árboles comenzaron a caer, y a bloquearles el paso. Waro se detuvo justo antes de que un tronco de unos cien años lo aplastara. Eleo, uno de sus hombres no tuvo la misma suerte. Waro se quedó mirando unos segundos cómo la sangre se expandía y se perdía rápidamente en la tierra, como si el bosque lo estuviera succionando. Lo cual tenía lógica. Ese bosque era uno de los más antiguos de la zona, había crecido junto con la aparición de la oscuridad y exigía el mismo tributo que ella.

–Nariana –la saludó Waro con una sonrisa, a pesar de que el odio le gritaba que la asesinara lentamente– ¿No crees que ya es tiempo de cortar con el juego? Sé que lo has visto también, Muna es mía, no hay nada que puedas hacer para evitarlo.

La anciana sonrió.

–Sí, lo he visto –admitió–. Pero no es tiempo aún.

–Esa no es tu decisión.

–No voy a dejar que mi nieta esté bajo tu puño.

–No está en tu poder –sonrió Waro–. No puedes detenerme –desmontó y comenzó a caminar hasta estar frente a ella.

–No, pero tu camino tampoco termina bien si sigues el mismo sentido, mi nieta será tu muerte.

Waro volvió a sonreír, con un par de palabras susurradas levantó el tronco que había aplastado a su hombre, se acercó al cuerpo completamente e inmóvil y tocó su frente. Inmediatamente Eleo cobró vida, se levantó nuevamente, con los ojos completamente negros, gritando oscuridad, repitiendo la misma sonrisa siniestra que su amo.

–Yo soy el único dueño de la muerte –dijo Waro y lanzó el mismo árbol hacia la anciana.

Waro observó el torpe intento de la bruja de esquivar el tronco. El árbol cayó sobre ella y el sonido del impacto indicó que varias cosas se habían roto al mismo tiempo.

Se acercó a ella, observó cómo escupía sangre y levantaba levemente la cabeza, para mirarlo con lo que le quedaba de dignidad. Le sonrió mientras se agachaba y le acomodaba el pelo que había caído desordenado en su cara. Nariana no se resistió y le devolvió una sonrisa siniestra.

–No vas a llegar a ella a tiempo.

Waro no tuvo tiempo de contestarle, las raíces salieron de la tierra y comenzaron a arrastrarlo a él y a sus hombres, tratando de reclamarlos para el bosque. Los tres hombres lucharon con frenesí tratando de liberarse, en vano.

Cuando Waro levantó la cabeza, aún luchando con las raíces, no había rastros del cuerpo aplastado de la anciana, ni tampoco de su pequeña presa. Quiso susurrarle al bosque, para que lo liberara, pero este le devolvió sólo silencio. Insatisfecho por no haberse quedado con el botín, soltó un grito de furia, un grito de advertencia sólo para ella, uno que dejaba bien claro que se estaba cansando de aquél juego.

Muna escuchó el grito, la furia acumulada, el veneno que desprendía y sintió que algo se encogía en su interior. Por un momento quiso parar, esconderse, permitirse respirar. Pero los caballos respondieron con el instinto, la urgencia de alejarse, de huir de aquello que vibraba más terriblemente que un depredador.

Cabalgaron hasta que la noche los encontró de nuevo, donde terminaba el bosque. Siguieron las indicaciones que les había dejado Nariana y se ocultaron en la entrada de una vieja mina, que apenas parecía una boca, una mueca triste de la colina.

Muna desmontó y sintió que podía colapsar en cualquier momento. El cansancio de haber estado dos noches sin dormir, de haber estado en la carrera por tanto tiempo le estaba gritando, con toda la fuerza en ese momento. Ató su caballo junto a los otros y se dejó conducir por la mano siempre segura de Pietro, quien la guió lentamente hasta una manta que había colocado para ambos en un rincón. No quiso mirarlo a los ojos, no quería pensar en él, en lo que su abuela había dicho. En ese momento sólo quería que el mundo se detuviera, que las horas dejaran de correr, que la sangre no circulara, ni alimentara su cerebro tortuoso. Quería con desesperación la calma de la nada.

Se dejó caer, sin intentar pensar en la incomodidad que sería tener a Pietro toda la noche pegado contra su cuerpo. Antes de que pudiera darle una ventana a la idea, Antari se dejó caer al lado de Muna, ocupando el espacio restante.

–Gracias, Pietro –le dijo con una sonrisa enormemente ridícula.

Pietro la miró con irritación, pero no dijo nada, trató de encontrar alguna respuesta en los ojos de Muna, pero cuando ella se negó a mirarlo se retiró un poco más, dándole a las muchachas el espacio que requerían.

Muna sintió entonces el cuerpo de su amiga, rodeándola como una capa protectora, y se sintió más agradecida que nunca hacia ella. Sabía que detrás de todo ese comportamiento disparatado, había una lealtad incondicional hacia ella. De la misma forma, Antari sabía que detrás de su propia máscara de indiferencia había amor hacia su única amiga. Era un pacto común que ambas tenían, saber sobre la otra lo que no podía ser dicho. Por eso, Muna se había enfurecido tanto al encontrar a Antari en aquella casa, sabía que la había seguido por una necesidad de protegerla, entendía que incluso había aceptado los regalos de su abuela porque era la única forma de seguir juntas. Sin embargo, ninguna de las dos hablarían sobre aquello, nunca. Antari jamás lo admitiría. Muna siempre haría de cuenta que no lo notó.

El pacto.

Nunca decir en voz alta que lo único que ambas tenían seguro en esa vida era el vínculo entre ellas.

Todo pensamiento fue silenciado en cuanto Muna apoyó la cabeza sobre su propio brazo. El cansancio consumió lo que le quedaba de fuerzas y la envió directo al mundo de los sueños.

Esa noche vio a su abuela, con los ojos más oscuros que nunca, burlándose de ella.

En el fuego, la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora