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Antari observó como Pietro tomaba la mano de su amiga, su única amiga, mientras se internaban en un nuevo bosque, y sintió, otra vez, la culpa crecerle por la espalda. La confesión siempre había estado en la punta de la lengua, pero la resolución de soltarlo todo se había ido desvaneciendo lentamente. Ya antes le parecía algo difícil decirle a su mejor amiga que estaba enamorada de su hermano, ¿Cómo le decía ahora? ¿Cómo le decía que estaba enamorada de su protector, del hombre que debía iniciarla?
Antari sentía vergüenza de muchas cosas, pero más que nada se avergonzaba de los secretos que le escondía a su amiga, como quien oculta un bollo de trapos sucios debajo de la cama... sabía que tarde o temprano el olor iba a delatarla. No quería admitir, por ejemplo, que ya había perdido su virginidad, no quería contarle a su amiga que había participado en uno de esos ritos que ella tanto odiaba. No quería que supiera que ellas eran amigas, en primer lugar, gracias a que, desde la primera vez que lo vió, nunca le había podido sacar los ojos de encima a Pietro.
Antari se mudó a la aldea a la edad de catorce años. Y lo primero que le llamó la atención fue el joven alto de cabello oscuro. La mayoría de las chicas de su edad jamás le hubieran prestado atención, enfocadas en muchachos carilindo, (así solía llamarlos) tales como Reo. Pietro quizás no era alguien llamativo a primera vista, pero era terriblemente enigmático, y miraba de una forma que podía hacer que cualquiera dejara de respirar. Miraba como si acabase de descubrirla por primera vez... cada vez que posaba los ojos. El problema era que nunca la había mirado a ella de esa forma, sino a su amiga. Antari al principio odió a Muna, hasta que se enteró de que era la hermana de Pietro. Y después quiso estar cerca de ella, sólo para que el muchacho la notara un poco más.

El interés que había tenido inicialmente se había ido oscureciendo, agrietándose en algo un poco más rancio. Antari perseguía al muchacho desde las sombras, se masturbaba por las noches, pensando en él, metía a Muna en problemas, porque sabía que aparecería él para salvarlas... No, para salvarla a Muna, pero ella sería arrastrada de igual manera, y con eso se contentaba.
Después Muna comenzó a tratarla como una hermana, fue la primera persona que la vio y la respetó, a pesar de todos los problemas que Antari le ocasionaba. Y la semilla de la culpa se plantó... Nunca pensó que sus raíces iban a expandirse de tal forma y a envenenarla de esa manera. Sobre todo cuando notaba la forma en que Pietro miraba a Muna, aquella mirada que había confundido tiempo atrás con amor fraternal, ahora no le cabían dudas...

El bosque de Elem podía parecerse a cualquier otro bosque de la zona, donde, por momentos, la noche se volvía eterna por el denso follaje y por otros el sol reclamaba los espacios que habían sido tomados por el fuego o la tala de los humanos. Pero no lo era. Cualquier otro bosque no dormía como un animal herido, a la espera del momento adecuado. Elem era el lugar donde pocos humanos se adentraban, era el lugar que servía de hogar para más de una criatura cuyo nombre no se decía en voz alta.

Era fácil entrar a Elem, porque nada indicaba su presencia, los inadvertidos pasaban de un bosque al otro sin notar diferencia alguna, y cuando empezaban a ver las pequeñas marcas, o a escuchar los susurros cortados, ya era demasiado tarde. La bestia había despertado y reclamaba sacrificio.

Para los tres jóvenes la historia hubiera sido la misma, (la condena se asomaba en todo aquél que se adentraba al bosque por primera vez sin un guía) si no hubiera aparecido aquél extraño zorro negro, de apariencia algo demoniaca, pero decidido a guiarlos.

–¿Cómo sabes que no nos guía a una trampa? –le preguntó Muna a Pietro mientras seguían al animal entre los árboles.

–Algo de instinto... y además el zorro es el animal de tu familia, Nariana debe haberlo enviado.

Caminaron hasta que el atardecer comenzó a llamar a todas las bestias diurnas al sueño, mientras que la luna despertaba a sus hijos para la caza. Sus cuerpos cayeron agotados en un pequeño claro. Muna se abrazó a sí misma frente al fuego. No se sorprendió al sentir las costillas sobresaliendoz incluso más de lo acostumbrado. Siempre había sido demasiado delgada, pero ahora estaba tocando límites que eran preocupantes incluso para ella misma. Llevaban cuatro días corriendo casi sin descanso, comiendo poco y durmiendo todavía menos.

En el fuego, la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora