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Waro supo en cuanto la iniciada se le acercó que no era la que había ido a buscar esa noche. Sabía que su cabello olería a cítrico y la niña que estaba debajo de ella, gimiendo de placer, había usado una esencia de jazmín para esa noche. De todas formas la tomó, simplemente por diversión. Pero no se iría sin aquella que los oráculos le habían prometido. La que finalmente lo liberaría. Había pagado un alto precio por encontrarla, había pasado tres noches en la cueva de los oráculos, lamiéndoles los pies y tomando vírgenes para ellos, una después de la otra, antes de su tiempo. Finalmente, le habían repetido lo que todos los años le decían: que la muchacha estaba en la comuna del sur, que iba a encontrarla en el ritual de la tercera luna nueva. Cuando les mostró la furia ante el mismo mensaje repetido, agregaron que estaba oculta a sus ojos, y que siguiera el olor del limón de verano.

En cuanto pudo olerla el éxtasis borró cualquier signo de cansancio y su miembro volvió a cobrar vida. No quería esperar para estar dentro de ella y encenderla, que juntos encendieran todo. Él la liberaría, al mismo tiempo que ella lo liberaría a él. No habría más maldiciones, no habría más trabas ni precios a pagar, sólo poder absoluto.

En cuanto la vieja Nariana se le interpuso, su certeza creció. La niña venía de la rama de los D'Albano, primeros conquistadores de las artes oscuras, primeros gobernantes de esas tierras y las comunidades entregadas al poder de la noche. Se habían mantenido en el poder hasta que sus propios ancestros, los Malsana, los habían cazado y casi aniquilado por poder, sobre todo buscando el elixir de la inmortalidad que se rumoreaba que los D'Albano habían hallado, accidentalmente. Por supuesto que nunca lo encontraron. Desde ese entonces los D'Albano mantuvieron un perfil bajo, alejándose de los centros de poder. Pero no era ningún secreto que, incluso después de todos esos años, odiaban a los Malsana.

Waro miró a la niña, no podía observarle el rostro cubierto por la máscara de hueso, pero tenía una figura bien formada. Podía adivinar las piernas largas y torneadas debajo de la túnica. Finalmente encontró el dedo pequeño del pie, envuelto en un trapo y todavía con rastros de sangre. Supo entonces que la vieja la había ocultado ¿Sería la enemistad entre las familias, o porque ella sabía lo que era? No importaba, ella iba a ser suya, se lo habían prometido los oráculos, y no le importaba ni los nombres ni la historia.

La dejó ir, sabiendo que nunca más iba a ver a su familia. La dejó ir como el último gesto de compasión hacia la vieja y hacia la niña.

Muna trató de seguirle el paso a su abuela y se sorprendió por el vigor que la mujer mantenía en cada paso, como si la determinación le hubiera hecho rejuvenecer un par de años. Todavía no entendía qué había pasado. Le resultaba un sueño lejano, su abuela interponiéndose, como si hubiera mostrado una mueca impropia en ella, un gesto perdido en la adolescencia. Montaron los caballos que Pietro se había adelantado a ensillar. Muna no entendía cómo su hermano podía respetar y obedecer a la vieja sin palabras, sin expresión alguna de dolor. Pero esa noche empezaba a entender por qué. Él llevaba viviendo con ella toda una vida, y probablemente había visto las caras de su abuela detrás de la crueldad. Para Muna era recién comenzar a descubrir que podía levantar uno a uno los pedazos de costras.

–¿A dónde vamos? –se animó a preguntar Muna después de un rato de cabalgar por el camino del bosque. No se había quitado la túnica que detestaba, pero se había colocado uno de los pantalones de Pietro para poder cabalgar con comodidad.

–No hables –contestó su abuela, pero luego agregó–. Pueden rastrearnos por las palabras.

Y con la mirada prometió que le iba a explicar esa circunstancia más adelante.

Siguieron cabalgando por horas. Muna trató de concentrarse en el bosque, en la aparente quietud que mostraba en la noche, o quizás en la ilusión de la quietud, porque ellos eran quienes no paraban de moverse. Trató de concentrarse en los músculos fuertes de su caballo, en el latir de su corazón acelerado para no pensar en la noche, en la absoluta oscuridad y en la fatiga que le iba llamando el cuerpo.

En el fuego, la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora