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Humanos, brujas, ninfas… el mundo se había vuelto más complejo, más variables habían entrado en juego y Muna extrañaba a su mamá. Extrañaba cómo era el mundo cuando su madre vivía. Extrañaba cuando ella era humana, y vivía en la comuna del este, lejos de cualquier aquelarre.
Humanos y brujas vivían en armonía… una armonía poco estable, liviana y resultado de la guerra, era lo que había quedado después de las batallas sangrientas que habían sufrido en el pasado. Vivían en armonía, pero el equilibrio vivía enfermo, un hilo siempre a punto de cortarse. Las comunas eran para los humanos, mayormente, así que cuando un aquelarre se instalaba en ellas, generalmente, eran centro de conflictos. Decir que no eran bienvenidas, era una sutil evasión de lo que realmente pasaba.
La mayoría de los magos y brujas decidían vivir en pueblos aledaños, cercanas a las comunas, pero con la suficiente distancia para marcar el límite entre uno y el otro. Los D’Albano eran una de las pocas excepciones.
Muna había vivido con su madre en la comuna del este, había crecido allí, siendo despreciada y apartada por ser hija de una bruja. Si bien todos sabían que ella era humana, nadie la consideraba como tal. Muna, simplemente no pertenecía.
La casa de su abuela, en cambio, parecía ser justo el límite, marcar el limbo entre la comuna del sur y la comunidad mágica del ocaso. Allí Muna se dio cuenta, por primera vez, que siempre, todo podía ser peor. Antes en la comuna del este, la rechazaban, pero de alguna forma la dejaban en paz; viviendo en el aquelarre de Nariana, la detestaban los humanos, y las brujas, pero éstas últimas además la atormentaban cada vez que la encontraban sola, sin la sombra de Pietro siguiéndola. Vivía un infierno tanto dentro, como fuera de casa. Y así fue, hasta que encontró a Antari, o mejor dicho, Antari la encontró a ella, y pudo tener algo de paz. Los magos y brujas tenían prohibido tomar acción alguna en cualquier humano (excepto ella, claro, a ella la consideraban una criatura perteneciente al limbo, ideal para atormentar), y Antari parecía encantarle provocar a otros para luego colocarse como escudo humano y mofarse.
Y ahora Muna extrañaba todo eso. O quizás, lo que extrañaba era la certeza, saber que era humana, saber que tenía una abuela despiadada, saber que había sido amada por su madre, quién jamás le había levantado una mano, saber que tenía un hermano protector y que iba a huir de aquél lugar con Antari tan pronto ambas tuvieran dieciocho. Extrañaba todo eso porque ya no lo tenía. Ni su abuela, ni su hermano, ni siquiera su estúpida condición de humana, y ahora ante las palabras de Waro, dudaba de lo que había sido su escudo todo ese tiempo, dudaba del apellido que le había dado su madre, y peor aún, dudaba de su amor.
Claro que tampoco confiaba en la palabra de Waro, pero recordaba que su propio hermano, bueno, su ex hermano (acaso existía algo así, se había preguntado) le había dicho que su familia había traído la oscuridad, lo que añadía todavía más a la lista de incertidumbres.
¿Y qué era la oscuridad? Se había cuestionado incontables veces Muna, y en ese momento la pregunta volvía a atravesarse, como una espina sangrante, imposible de extraer. Sabía que era de donde las brujas canalizaban su poder, pero no mucho más. Era otra de las cosas que su abuela había decidido no decirle.
Entonces ahí estaba, perdida, ignorante y en la compañía del brujo más poderoso e inestable de los trece reinos.
Muna levantó la cabeza, para ver a Waro a través del fuego. Había anochecido un par de horas atrás, y en ese momento los dos estaban sentados contemplando el fuego, en silencio, cada uno perdido en una dimensión inaccesible para el otro.
–¿A dónde me llevas? –preguntó Muna, decidiendo romper el silencio después de horas.
Waro la miró y volvió a sonreír, tal como había hecho toda la tarde.
–Todavía no lo he decidido –contestó casualmente– ¿A dónde quieres ir?
–Pensé que decidir el destino era trabajo del secuestrador, no del secuestrado –ironizó Muna.
Waro respondió con una carcajada, y su risa provocó una sonrisa en Muna, que después se convirtió en una suave risita. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, la camufló con una tos. Pero ya era tarde, Waro la había visto reír, y se lo decía con los ojos, con la sonrisa, con el repentino movimiento. De un momento a otro, pasó de estar sentado frente a ella, para estar a su lado. Muna intentó moverse, pero Waro rápidamente pasó un brazo por su cintura y la sostuvo en su lugar.
–Tranquila –le susurró al oído, haciendo que todos los vellos de su cuello se levantaran– No va a pasar nada que no quieras.
–¿Nada que yo no quiera? –preguntó Muna escéptica.
–Nada que no quieras –volvió a decir Waro, apenas rozando sus labios con la piel de su cuello, haciendo que el calor que había sentido antes volviera.
–Entonces, ¿a dónde quieres ir? –volvió a preguntar Waro.
–A casa –respondió Muna sin dudar.
–¿En serio? Pudiendo elegir entre cientos de lugares, ¿quieres volver a ese lugar donde eras despreciada?
–Donde era protegida –trató de defenderse Muna.
Pero la expresión de Waro le decía que había sido un intento fútil. Sin embargo, no la cuestionó. 
–Dime qué lugar siempre quisiste conocer –le dijo en cambio Waro.
Muna se quedó pensativa por un momento. Trató de recordar todos aquellos lugares que habían decidido visitar cuando, finalmente, tuvieran el coraje para abandonar su miserable hogar. Había un sólo lugar en el que Muna había insistido en visitar.
–Las ruinas de Elrem –susurró Muna.
–Tiene sentido –sonrió Waro.
–¿Por qué? –preguntó Muna, de pronto curiosa.
Waro la miró entonces confuso.
–¿No lo sabes? –le preguntó.
–¿Qué cosa? –inquirió Muna.
–Elrem antiguamente era un santuario –le contestó Waro, mientras la observaba con curiosidad– Un santuario de ninfas.
Muna desvió la mirada. Acababa de ponerse aún más en evidencia frente a Waro, había caído en una trampa que ni siquiera sabía que estaba allí. Y el príncipe maldito no dudó en hacérselo notar.
–No te han contado sobre la historia de tu gente, ¿Verdad?
Una vez más, Muna maldijo su ignorancia, y por consiguiente a su madre y abuela. Y simplemente mantuvo la mirada en el suelo, ya no quería hablar y que su voz continuara traicionándola.
–Entonces a las ruinas de Elrem iremos –dijo Waro, sonriendo aún.

Antari, esa mañana vio a su amiga salir corriendo y, por un momento, el instinto le dijo que fuera detrás de ella, tal y como había sucedido esa noche, cuando la vió salir con Pietro y Nariana a toda prisa. Pero el sonido del bosque quejándose frente a ella la detuvo. Se volteó para encontrarse con el príncipe maldito. Apenas apareció en el pequeño claro que ellos estaban, se detuvo y les sonrió.
–Finalmente tengo el agrado de encontrarlos –dijo con un dejo de cinismo– soy Waro Malsana –se presentó e hizo una pequeña reverencia– mejor conocido como el príncipe maldito.
El tono de sorna era claro en su voz y la burla bailaba en sus ojos. Nadie se movió, nadie dijo nada. Esa sonrisa cínica que Waro parecía portar constantemente se expandió.
–¡Qué groseros! Esperaba también su presentación.
Su expresión, sin embargo, lo delataba: aquello era exactamente lo que esperaba.
Antari como respuesta empuñó su látigo, el cual empezaba a dibujarse en su mano.
–No hay problema, puedo hacer las presentaciones yo sólo. –continuó Waro, y puso primero sus ojos en Antari– La niña del látigo –sus ojos siguieron hacia la derecha de la muchacha– Otro de los peones de Nariana –dijo mirando a Pietro y luego miró a Isla- Tú no eres bruja, y hueles a vieja –Waro fingió pensar– eres la otra ninfa, la frustrada y vieja ninfa que perdió su protector –finalmente, su mirada se dirigió hacia la izquierda de Isla, cerca de sus pies y por primera vez se mostró sorprendido– ¿Nariana?
Preguntó y la zorra soltó un gruñido en respuesta y Waro rió como si hubiera escuchado la mejor broma en años.
–Al fin tu verdadero rostro, vieja infame –dijo aún riendo–. Pero falta alguien, ¿Dónde está mi pequeña ninfa?
–No es tuya –escupió Pietro y dió un paso hacia el frente, amenazante.
Waro soltó una carcajada.
–Los oráculos llevan años diciéndome que ella será mía– dijo con un desdén agresivo– Nadie puede oponerse al destino.
–Destino o no, no pondrás una sola mano en mi nieta –dijo una voz tenebrosa, corrompida, que tenía un dejo de la anterior voz de la anciana.
Waro dirigió su mirada al zorro.
–Ni siquiera tú, “la gran Nariana” puede evitarlo –sonrió Waro, otra vez, maliciosamente– Ahora, quítense del camino, y todo estará bien.
Antari, que hasta ese momento no había dicho nada, empuñó su látigo y lo dirigió al cuello del brujo, pero que, igual que la vez anterior, no llegó a destino. Waro sujetó el otro extremo con su mano y de un solo tirón la trajo hacia él. La sostuvo de la cintura y muy cerca de su oído susurró:
–Me gustas –Antari sintió su aliento en la nuca– sin palabras, directo a la acción –sintió su lengua en su oreja– y sé que a ella le gustas, por eso te arrastra a todos lados… tienes suerte, a tí te conservaremos.
Soltó a Antari justo cuando un bloque de tierra lanzado por Pietro rozó su cabeza. Waro esquivó el bloque y lanzó una llamarada de fuego por la boca, quemando el bosque y todo a su alrededor.
Antari tuvo que correr para no ser incinerada y vio que Isla y Pietro la seguían de cerca. Cuando se detuvieron y voltearon no había más rastro del brujo maldito, ni del zorro.
El bosque empezó a crujir, molesto por la herida recibida, la tierra empezó a vibrar y las raíces a retorcerse. De pronto Antari recordó que estaban en el bosque Elem, aquél que estaba prohibido visitar, aquél que te tragaba entero y no te volvía a escupir, siquiera en restos. Y Elem estaba enojado.
–¡Vámonos! –gritó Isla– O el bosque va a atraparnos.
–Pero Muna se fue hacia allá –dijo Pietro señalando el lado contrario.
–No importa, debemos llegar primero a Awrena –contestó Isla empezando a caminar.
–Pero Muna… –fue el turno de Antari de protestar.
Isla respiró fuerte, tratando, al parecer, de llenarse de paciencia.
–Nariana está con ella, todo lo que pase se lo dirá a Serven, y así nos mantendremos informados –explicó, ignorando la mirada incrédula que compartían ambos jóvenes–. Pero la única forma que tenemos de recuperar a Muna es con el apoyo de la tribu.
–¿Qué hay de tí? –preguntó Pietro.
–¿Qué?
–¿No puedes usar tu poder? –aclaró Pietro.
Isla negó con la cabeza lentamente.
–No desde que murió Serven –susurró y les dio la espalda.
Antari miró a Pietro que le devolvió la misma preocupación que la muchacha llevaba, pero luego suspiró y bajó la mirada. Antari entendió, no tenían otra alternativa que confiar en la ninfa y seguirla.
En ese momento, se sintió como una ficha en un juego de damas, donde debía comer a otros para no ser devorada ella misma.
Corrieron por el bosque, escapando de su furia, y esperando que Muna estuviera bien.

En el fuego, la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora