Nada en especial sucede en la pequeña localidad de Yarland, como tampoco en la vida de la devota dueña de casa, Jillian Tanner, quien, a sus cincuenta, veinticinco los ha dedicado a Chase, su esposo y a sus tres hijos. Su vida es rutinaria y apacibl...
Jillian no dejaba de temblar. Se odió por revisar el mensaje, cuando podía haberlo leído sin que ella lo hubiese notado, pero su inexperiencia con la tecnología la hizo pecar, pensando que se trataba de la propia Martina, o incluso Lily, quien no le dejaba de enviar enlaces desde YouTube o stickers. En tan solo unos segundos, su mente retrocedió, que hasta el perfume de Charlotte la invadió. Recordó aquel día en que decidió dejarla, sin pensar en las posibles consecuencias más que las propias.
«Larguémonos de este puto pueblo, Jill. Prometo protegerte. Seamos felices, ¡te lo ruego!».
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Había sido la última frase profesada por Lotte, en cambio, ella, solo escapó de su amor. Aun así, decidiendo afrontar su resolución, terminando cualquier clase de unión, pero la muchacha de brillantes ojos pardos solo le dio la espalda, sin querer mirarla y lo comprendía. Le había roto el corazón. Ella la había destrozado. Por más trató de enmendar, tratando de quedar en buenos términos, jamás ella respondió. Nunca más supo de ella, cuestionándose que sería de su vida en Inglaterra, que era lo único que sabía de ella y mejor, no deseaba más, menos sintiendo algo tan profundo, que tampoco sabía si se trataba de amor, gusto o atracción, pero Charlotte la traspasaba, había removido cada célula de su existencia, que ni con Chase había logrado sentir igual, por más se esforzara. La añoró como nunca, la abrazó en sus pensamientos. Con cada fibra de su ser.
¿Se encontraría en Yarland? ¿En cuál escala del odio estaba ella? ¿Annika estaría al tanto? Miles de interrogantes la asediaron, olvidando por completo que en un par de horas se juntaría con Martina. Desechó la posibilidad, no podría verla a la cara, cuando para ella era solo una dueña de casa, cuando en realidad...
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La ansiedad, esa misma maldita inquietud que la había paralizado durante su juventud le estaba siendo presa de aquellos recuerdos que juró no volver a desenterrar. Su respiración comenzó a torturarla, cruzándose además Chase, quien ni siquiera osaría a pensar algo malo de ella...
Pero esos sentimientos hacia Charlotte en aquel entonces no se sentían así, ni malos y menos negativos. En cambio, hacia Chase...
De alguna manera, sintió cierto alivio. Lily no tardaba en llegar, y era la única que podía liberarla de su angustia y aflicción. Exhaló largo y tendido, afirmándose en la mesa de su cocina, separando los panecillos recién horneados, depositándolos en una pequeña canasta para Martina, recordando que iba a desestimar su invitación. Sin embargo, recordó la entrevista que tendría con su hija. Sí, era la mejor decisión, pues la escritora emanaba esa misma energía que poseía Lotte: esa apasionada, sin filtro y determinada. Poseía todo lo que ella carecía, y eso era un peligro, porque, sencillamente, era lo que le atraía. Limpió sus lágrimas con cierta resignación, intentando arreglar el maquillaje de sus ojos, el cual se había unido junto a su llanto. No quería que Lily la encontrase devastada. Ya no tenía veinticuatro años, como tampoco Charlotte contaba con esos tiernos veinte. Ya no eran unas niñas.