1

443 39 52
                                    

No quiero salir de mi habitación.

No hay lugar en el mundo en el que pueda esconderme, pero mi habitación parece ser el lugar menos concurrido de todos cuando de ocultarme se trata.

El escaso espacio del rincón en el armario hace que no pueda respirar bien y que tenga que dar pequeñas inspiraciones para poder aguantar con el oxígeno que queda, pero no me importa porque aquí estoy a salvo. Aquí nada puede pasarme.

Noto las piernas entumecidas por culpa de mi encogida posición y la espalda me está matando a causa de los calambres que marchan de aquí para allá por mi columna y, aún así, no me importa. Ningún dolor físico es importante ahora para mí si estoy escondido en el armario.

Este es mi santuario, mi guarida. El único lugar en el que, aunque esté sufriendo de dolor físico, no dejo de desear estar. Esta es la única armadura que tengo contra lo que hay ahí afuera; unas simples tablas de madera empotradas en la pared que me ocultan de la luz, el ruido y los ojos del exterior. Que me guardan en silencio a la espera de que ella se vaya.

Mi estómago ruge demandando comida y no es de extrañar porque desde que desayuné una simple rebanada de pan esta mañana no he vuelto a comer nada, tampoco es como si un niño de ocho años sea capaz de cocinarse algo más elaborado, pero con pan me basta. Es suficiente para mí porque no estoy acostumbrado a comer cosas diferentes ya que sólo yo soy quien decide qué comer, pero siempre tengo que ser sigiloso con ello, pues hacer algún ruido cuando voy a la cocina supondría un riesgo demasiado grande.

Lentamente y con el mayor cuidado posible, voy estirando las piernas muy poco a poco para no hacer ruido; el crujir de la madera podría delatar mi posición y no estoy dispuesto a revelar dónde estoy porque es mi mejor guarida. En cuanto tengo las piernas estiradas y relajadas los calambres parecen calmarse y dos segundos después noto el hormigueo por tenerlas dormidas, algo que me hace cosquillas pero por lo que no puedo reír. Sólo deseo que las cosquillas se pasen ya para tener que dejar de aguantar la respiración y poder relajar el resto de mi cuerpo.

Los minutos pasan y mi estómago sigue haciendo esos ruiditos que demandan comida, pero me niego a salir sabiendo que no estoy solo, así que apoyo con cuidado la cabeza en la pared del armario y suelto el aire lentamente por la boca con la esperanza de quedarme dormido para hacer que el tiempo pase más rápido.

Los ruidos de afuera se vuelven más fuertes y cercanos, poniéndome alerta y temeroso a la vez. Mis ojos se abren de golpe y los nervios agitan mis manos y piernas cuando decido encogerme de nuevo en el pequeño rincón, intentando camuflarme con la oscuridad que reina en este diminuto y viejo mueble.

Las pisadas hacen crujir de forma aterradora y macabra la madera del parquet en el suelo, avecinando su llegada. Momento que necesito que no ocurra para poder seguir tranquilo en la seguridad y calma del armario.

La idea de que me encuentre me atemoriza y hace que mi respiración se convierta en una agitada y ruidosa, cosa que no puedo permitirme, por eso es por lo que me tapo la boca con la mano y cierro los ojos en un vano intento de creer que si yo no veo, no me verán. Qué iluso...

Escucho cómo la puerta de mi cuarto es abierta con lentitud, al igual que siempre que la abre, y de antemano sé que todo por lo que he estado rezando estas últimas horas no va a suceder. No me dejará tranquilo. No me dejará tener una niñez normal. Debería estar cenando y recién duchado mientras veo dibujos en la tele como cualquier niño de mi edad hace a esta hora, pero por más que se lo suplique al cielo no va a suceder porque al parecer ningún ser divino me escucha.

—Joseph... —su voz suena cantarina, casi melódica. Si no fuera porque la conozco diría que me llama con un tono maternal y cariñoso—, ¿donde estás, pequeño?

Miradas Salvajes (Trilogía Salvajes #2) (PAUSADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora