No era fuerte. Era todo menos eso, y ese siempre era el problema, porque no sabía como manejar las situaciones que escapaban de su alcance. La mayoría de las personas lo catalogaban un alfa fuerte, pero en ese momento era un pobre creyente pidiéndole el mayor de los milagros a Dios, alejar la muerte de quienes ama. Era débil, y sin Keigo todo perdía el brillo y la dirección. Así que, acercarse a la divinidad, en un momento desesperado, era todo lo que le quedaba, la fe de que todo mejoraría.
Era un panorama triste, vieras por donde le vieras, porque ambos lo sabían. Era común encontrar a Keigo hablándole a su vientre, suplicándole que se aferrara a la vida, que permitiera conocerlos, prometiéndole la mejor vida, jurándole que amor eterno; mientras Touya lo veía desde la puerta con las manos hechas puño, odiándose por no ser lo suficiente valiente para jurarle un buen futuro a su omega, para acariciar el vientre donde su pequeño futuro hijo se aferraba a sus limitadas posibilidades, para ponerse los pantalones y hablar honestamente con su omega.
La situación no mejoraba para la tercer semana en el frío y gris departamento, Keigo carecía de apetito, lo sabía, estaba cerca.
—No deberías saltarte las comidas, cariño —dijo con dulzura, sin embargo, los ojos dorados seguían fijos en el vientre del menor.
Los ríos se desbordaron frente a él, aquella sonrisa de optimismo decayó y la tormenta comenzó. Keigo lloraba como nunca lo había visto llorar, sus lamentos y disculpas no se completaban por culpa de los espasmos, sus nudillos se volvían blancos de la impotencia, sus uñas se clavaban en las palmas sin sentir dolor, los labios entreabiertos y al rojo vivo, el cabello desordenado y seco se agitaba con coraje de tanto que negaba la cabeza en esa tormenta. Su omega, alegre y amoroso, lucía frio y roto, y él solo estaba ahí parado con una bandeja de comida, ¿qué clase de amante era? Keigo lo necesitaba y él debía estar para él, como Keigo siempre estuvo, porque mientras estuviera juntos jamás estarían solo, no importaba cuantos desastres ocurriesen, ellos solo se necesitaban para ir contra todo, porque se amaban.
Se acercó con cautela, temiendo romperlo, pero al sostener sus mejillas entre sus manos supo que él era suficiente para juntar las piezas y con Keigo pegaría de una en una, y no importaba cuanto tardaría, él sería paciente y le prestaría paciencia a su omega, para verlo como nuevo, repuesto y listo.
—Lo lamento, si tan sólo... yo —No había que justificar nada, eran cosas que pasaban y era algo que siempre supieron.
Entonces lo hizo, acarició el vientre de su prometido con delicadeza y gracia.
—Si se marcha—comenzó Touya—, sabrá que siempre lo amamos, sé que él lo sabe y por eso se aferra a la vida, quiere conocer a su ruidoso padre y a sus tíos molestos.
Estaba llorando, porque probablemente perdería a ese trocito que era prueba del amor que sentía por Keigo.
—Si se marcha—habló de nuevo, con el horrible nudo en la garganta—, estaré para ti como siempre, porque te amo y lo amo.
Sus ojos se enfocaron en ese pequeño bulto, sonrió, esperaba que aquel pequeño fuera como la familia Takami, difícil de roer.
—Si vive—la sonrisa de Touya se agrandó—, creo que no podría con la felicidad de mi cuerpo, les daría, a ambos, amor por montones, le daría todo lo que le estoy dando ahora y mucho más, porque es mi hijo, nuestro príncipe, nuestro rayito de sol ¿no es así?
El sol y el mar se encontraron justo después de la tempestad.
Keigo asintió con una sonrisa y los ojos llorosos, junto las manos con las de su esposo, y ambos le hablaron a su bebé, a su pequeño rayito de sol.