Entre Sombras

16 0 0
                                    

Una tenue luz se colaba por la ventana de la pequeña habitación. Los pájaros cantaban armoniosos entre el espesor del bosque que los rodeaba, y Cynthia bostezó a la par que estiraba todos sus músculos adormecidos. Abrió los ojos pesados y recordando que no había dormido sola, miró a su derecha.

Una pequeña punzada de decepción la invadió al percatarse de que no estaba a su lado.

Se acomodó mejor en la cama y observó en silencio las ramas de los árboles mecerse con violencia.
Aún quedaban restos de pequeñas gotas en la ventana, deduciendo así que había estado lloviendo durante toda la noche.

Pasaron varios minutos de aquella paz que tanto agradecía.

Terminó de estirarse, sentada en el borde de la cama y levantándose al fin, aún perezosa.

El frío de la mañana se coló sin permiso entre las telas de su camisón de seda, produciéndole un escalofrío en todo su cuerpo.
Con los pies descalzos se acercó a un gigantesco armario de madera y se dispuso a buscar algo más grueso con lo que cubrirse. Varias prendas de invierno se mantenían amontonadas en su interior.

Escogió un largo y precioso vestido de algodón puro y calentito. Pequeños bordados del mismo material se dibujaban sobre su pecho y mangas.

Capa tras capa y el frío ya había desaparecido.

Una sonrisa de satisfacción se reflejó en su rostro.
En seguida se dispuso a cubrir sus pies desnudos con unas pequeñas sandalias cerradas de cuero. Se acercó al espejo del tocador y se dispuso a arreglar aquellos cabellos salvajes y su cara de recién despierta.

Los siervos lo tenían todo preparado para ella. Algunos cosméticos e incluso perfume, todo para su semana nupcial. Pensar que tendría que pasar en aquella cabaña una semana entera junto al mismo hombre que la había secuestrado, le erizaba el vello de la nuca. ¿Sería de verdad su salvador o todo seguía siendo su maquiavélico plan de adueñarse con su imperio? Si era así, ya lo había conseguido.

Queriendo alejar tal pensamiento, se centró en su rostro aún adormecido.

Una hora tuvo que pasar para darse por satisfecha con la mujer que se reflejaba ante el espejo.

Quiso obviar el echo de que él no se dignara en comprobar si aún seguía dormida. A lo mejor estaría haciéndole el desayuno, intentó excusarle ella. Poco se lo creía.

Abrió la puerta de su alcoba y con el estómago rugiéndole a los cuatro vientos, se acercó a la cocina.

La encontró tan vacía como el amor que sentía por su recién nombrado caballero y futuro padre de sus hijos. Con un largo suspiro se dispuso ella misma a alimentarse, pues sin sirvientas ni cocineras cerca, era lo que le tocaba.
¿Recordaría cuál era el cuchillo que se utilizaba para quitar la piel a las patatas? Rebuscó entre los cajones de madera para comprobarlo.

Mucho tiempo atrás, cuando aún era una niña, su madre le había hecho un pequeño recorrido por todos los aposentos serviciales del castillo, entre ellos la cocina, para que aprendiera cómo sus futuros empleados trabajarían para ella.

Encontró varios tipos e intentó recordar. Las dudas la invadieron e indecisa cogió uno cualquiera.

De repente estaba de mal humor.
Con rabia comenzó a pelar las patatas sobre la encimera de madera. Quería volver al castillo, pasear cerca del lago junto a su prima en busca de frutos del bosque y montar a caballo con su hermano. No quería estar en aquella mugrienta y abandonada cabaña compartiendo días y noches con un hombre que la había secuestrado y había fingido no poder hablar.

Lavó en un cubo repleto de agua las desnudas y doradas patatas y las dejó a un lado.

Buscó a su al rededor y observó al otro lado de la cocina unos hermosos huevos de gallina. Se acercó a estos dispuestos a probarlos.

Un Amor Entre El SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora