Ha sido todo un placer

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Tras el grito enfurecido de Dante, Cynthia sintió un mal presagio. Con algo de torpeza consiguió abandonar la poza termal, para rápidamente cubrirse con una bata de algodón blanco. 

Con los pies descalzos, se acercó a la puerta de madera carcomida por la humedad. Dante la había dejado entreabierta, así que con el entrecejo encorvado y las manos temblorosas, asomó con cautela la cabeza por la pequeña rendija, la cual dejaba a entrever el pasillo oscuro y solitario. 

—¿Dante? —Volvió a llamarlo, pero había sido en un susurro y apenas se había escuchado ella misma.

Escuchó voces en la lejanía, y con la curiosidad carcomiendo su cabeza, se dispuso a abandonar su escondite y descubrir el motivo de su más que íntima interrupción. ¿Qué habría pasado si aún estuvieran sumergidos en aquellas calientes y vaporosas aguas? Pues que habrían tenido sexo sin amor, sin sentimientos y luego, aburridos, se volverían a tratar como completos desconocidos. Ella no quería eso. Ella no lo quería a él. O eso estaba tratando de creer.

Con sus pensamientos masacrándola en aquel momento tan inoportuno, se prometió que sentaría la cabeza, y con esta fría, meditaría con calma su futuro al lado de aquel hombre que tiempo atrás, la había amenazado y había puesto su vida en peligro. 

"Me pagaron por salvarte".  Aquellas palabras surcaron sus recuerdos una vez más. ¿Salvarla de quienes? ¿o quién?

—Sí, mi señor.

La voz de una mujer la obligó a centrarse en el presente. El suelo de madera estaba frío y de repente los dientes comenzaron a castañearle. 

Con el cuerpo tembloroso por la escasez de ropajes y las bajas temperaturas de aquella tarde de invierno, atravesó el pasillo dispuesta a averiguar qué había pasado.

Las antorchas bailaron al pasar por su lado.

Dante estaba de espaldas a ella, con el trasero al aire y recubierto de finas gotas resplandecientes. Una de las sirvientas estaba de rodillas en el suelo, recogiendo con las manos enfundadas en guantes blancos infinidad de pequeños trozos de cristal. 

Buscó con frenesí el origen de aquel aparatoso escenario, y no encontró nada. ¿Con qué habían roto la ventana? ¿y por qué?

La joven muchacha que aún se encontraba recogiendo los cristales del suelo levantó la cabeza, y al percatarse de su presencia, se puso en seguida de pie para demostrarle su respeto con una rápida reverencia.

Dante al fin se giró y clavó sus oscuros ojos en ella.

El silbido del viento adentrándose por la rotura de la ventana era casi ensordecedor.

—Por favor, cúbrase —su voz sonó molesta y dictatorial. Dos empleados más hicieron acto de presencia, no sin antes hacerles una reverencia, y con escobas de paja y recogedores de barro, comenzaron a limpiar con más profundidad—. ¿No le da vergüenza mostrarse como los dioses lo trajeron al mundo delante de la servidumbre? —Le preguntó con los brazos cruzados, volviendo a las formalidades.

No dijo nada. 

Uno de los sirvientes pasó delante de él con los ojos clavados en el suelo, notablemente nervioso e incómodo. 

—Señor —Cynthia clavó sus ojos en el segundo hombre—. Se ha clavado cristales en el pie, tenga cuidado.

—Sí, mi señor. Lo mejor será que abandone el salón —esta vez fue la joven muchacha arrodillada la que se dirigió a él, mirándolo por un segundo a los ojos, para volver su mirada sumisa de nuevo al suelo, percatándose de la seria de su reina—. 

Un Amor Entre El SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora