Algunos días después de nuestro corazón-a-corazón, sábado, Elizabeth y yo nos levantamos temprano y fuimos hacia el centro de la ciudad de San José. Ambas teníamos vasos descartables con café, pero no desayunamos porque quería presentarme a alguno de sus amigos y hoy se juntaban a desayunar.
Primero iríamos al estilista. Le dije ayer a la noche que estaba lista para volver al rubio y se emocionó tanto que llamó a su estilista al instante. Eso me dio un poco de... pavor, porque sabía que iba a lucir igual a ella, pero cuanto más lo pensaba, menos me asustaba. Así que ahora solo quería que estuviera listo, para no tener que estar horas en una peluquería.
Elizabeth ahora tenía el cabello recogido en un moño alto y vestía un suéter de hilo azul oscuro, el cual yo sospechaba que era de Paul porque era, fácil, tres talles más grande. También vestía calzas grises y tenis New Balance blancas en los pies. Sus ojos estaban cubiertos por un par de gafas negras.
Yo llevaba puesta una camiseta blanca que en el medio del pecho decía honey en letras rojas y gruesas—alguien me la había regalado para mi cumpleaños, pero no recordaba quién—, y la metí dentro del tiro medio-alto de unos jeans ajustados, con mis Vans y mi cárdigan gris.
Me maquillé los ojos como lo hacía siempre y pinté mis labios de rojo oscuro. La temperatura era más baja de lo normal, pero estaba soleado, así que me puse las gafas de sol. El cabello, extrañamente, me lo dejé suelto y hacia el costado derecho de mi cabeza. No era tan incómodo como lo recordaba.
—¿Estás segura de esto? —preguntó Elizabeth al volante.
—No, pero tengo tiempo de retractarme hasta que acerquen el decolorante.
Ella rio en voz baja.
Debía admitir que esto estaba yendo mejor de lo que yo esperaba. No habíamos vuelto a tener una conversación «profunda», pero desayunábamos en silencio porque ninguna estaba de humor a la mañana, y cenábamos juntas. Y, bueno, conversábamos. Cosas triviales del día, pero charlábamos.
—Entonces yo tengo tiempo hasta que acerquen las tijeras. Me gusta tener el pelo largo, pero sé que mis puntas deben irse.
Sabía cómo se sentía.
Al llegar a la peluquería, una mujer alta y pelirroja se nos acercó. Estaba vestida de negro de pies y a cabeza, y llevaba puesto un delantal de satén rosa pálido. Sus ojos eran grandes y verdes.
—Elizabeth, estás hecha una diosa, incluso en ropa de entre-casa.
La aludida largó una risita y besó ambas mejillas de la mujer.
—Estás hermosa como siempre, Sabrina.
Sabrina encogió un hombro y giró hacia mí. Ladeó la cabeza.
—Tú debes ser Aspen.
Iba a tenderle una mano, pero ella me tomó por los hombros me besó las mejillas. Se largó a reír al separarse y ver que me había quedado algo sorprendida por su saludo. Fue inesperado.
—¿Qué quieres hacer?
La noche anterior me había quedado pensando en cambiar mi cabello, quizás un flequillo o un rebajado, pero al final me di cuenta que volver al rubio sería cambio suficiente.
—Me gustaría volver a mi color natural, emparejar las puntas y sacar lo que esté seco. Pero no quiero que me quede corto.
Sabrina ojeó mi cabello con los ojos entornados y asintió.
—Sí, eso puede ser posible. Sin embargo... ¿Qué te parece algo más?
—¿A qué te refieres?
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Pétalos caídos (P#1)
Ficção GeralAspen siempre supo que la casa en la que había nacido no era su hogar, que los dos adultos allí no eran quienes la habían concebido, que los niños a su alrededor no compartían su sangre. Siempre supo que, tarde o temprano, todos ellos la dejarían at...