No sé cuánto llevo caminando, pero la lluvia ha cesado y ahora solo caen gotas de las hojas de los árboles. Lo único que ilumina mi camino es la luz de la luna que se deja entrever de vez en cuando; lo único que me acompaña es el ulular de los búhos. Hace mucho frío y tengo mucho miedo. Y aun así, mi andar es tranquilo y paulatino. Como si necesitara sentir algo para cerciorarme de que estoy viva, de que soy yo, de que nada ha pasado.
Porque nada ha pasado.
Sí que ha pasado.
Me deslizo por las ramas, la hierba y las hojas hacia un haz de luz que se alza en la lejanía. Mis pasos desesperados aumentan el ritmo cada vez más, hasta que tropiezo y caigo de bruces al suelo, raspándome manos y rodillas.
Siento la sangre abrirse paso entre mi piel para escurrirse por mis piernas y brazos. El dolor es casi satisfactorio de lo tranquilizante que me resulta. Quisiera abrazar este sentimiento de protección y no deshacerme de él nunca.
Pero entonces me doy cuenta de que esa luz que antes era apenas perceptible, ahora solidifica las imágenes a mi alrededor. Frente a mí hay una especie de cabaña que funciona como tienda de veinticuatro horas, supongo que para campistas.
Y, bueno, como no tengo muchas más ganas de caminar entre enormes trozos de madera y sobre a saber qué cosas, me encamino hacia la tienda. Al pasar por la puerta, la campanilla sobre el umbral resuena, y me abre paso hacia un lugar acogedor, repleto de estanterías y artefactos. Las paredes son de madera y sus vetas parecen desgastadas; lo mismo ocurre con el suelo. Huele a quemado, como si alguien hubiese encendido una chimenea por aquí hace poco.
—¡Ahora mismo voy! —se escucha la voz de un hombre al otro lado de una de las puertas, acompañado del ruido de algunos artilugios chocando entre sí hasta caer al suelo—. ¡Oh, mierda!
Ignoro las maldiciones del señor y me centro en mi alrededor. Hay tiendas de campaña desmontables, provisiones, botellines de agua, incluso equipamiento de esquí. Un poco de todo. Me pregunto si alguien vendrá a comprar aquí, la verdad, esto parece bastante alejado de todo.
—Ah, hola, ¿qué quieres?
Me giro hacia esa voz masculina para encontrarme con un hombre de unos cincuenta y tantos años, barba prominente y cabello marrón oculto —a tientas— bajo un gorro de lana rojo con ilustraciones navideñas. Su expresión es fría y arisca, pero no me transmite mucho más. No parece desagradarle mi presencia, solo... es así. Distante. Insípido.
—Solo miraba.
Su ceja derecha se enarca intimidante.
—¿Solo mirabas? ¿Te gusta perderte en el bosque, meterte en locales de mala muerte y "solo mirar"?
Bueno, si lo dice así...
—¿Qué tiene de malo? —me encojo de hombros, restándole importancia, y devuelvo mi atención a los frascos con infusiones enfrente mía.
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Cuando me veas ©
Rastgele"Quién diría que la muerte nos condenaría a la vida eterna". Jamás se habría imaginado lo que conllevaría la ignorancia de sus allegados. Tras varios meses en los que Asteria parece estar muerta para todos a su alrededor, conoce a Lincoln, un chico...