Carlos: ¿Cuál es tu miedo más grande?

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Estaba en la tienda junto a papá. Él acomodaba las latas de atún, mientras yo ordenaba las ropas por tallas. Sí, así de variado era nuestro almacén. Papá estaba contándome anécdotas de su época.

Me contó que un día él y su madre pasaron uno de los ríos de nuestra zona colgados de una liana que armaron con ramas de Sauce llorón. Gritaron como Tarzán y luego cayeron rodando hacia el otro lado, la abuela se lastimó la mano, pero nada logró que sus risas cesaran. Sin duda, los dos compartían un corazón aventurero. Además de noble.

Papá siempre ayudaba a la gente en todo lo que podía. Incluso, cuando veía que alguien ya había acumulado demasiadas deudas en nuestro almacén, borraba media lista sin decirles nada. Por eso las personas lo querían.

Una vez que terminamos de acomodar toda la nueva mercancía que había llegado, escuchamos que mamá nos estaba llamando para cenar. Entonces vimos el reloj, eran las 9 pm. Hora de cerrar la tienda.

Me dirigí a la entrada y tres hombres se acercaron rápidamente, insistiendo en que todavía no cerrara. Nos explicaron que querían hacer un par de compras de última hora. Papá y yo nos encogimos de hombros y los dejamos pasar. A pesar de saber que mamá se enfadaría por nuestra demora.

En mi familia, debías acudir a la mesa en cuanto se te llamaba a comer. Era considerado de mala educación no responder al primer llamado.

Los tres hombres ingresaron a la tienda, parecían hermanos. Llevaban chaquetas de cuero y pantalones jeans a juego. Extrañamente, lucían como trillizos. Al ver sus chaquetas deduje que eran motoqueros de alguna hermandad.

Escogieron varias cosas de la tienda, papas fritas, nachos, carnes frías, cervezas. Entonces papá les explicó que por norma de la tienda solo podían llevar dos latas de cerveza por persona.

Papá no apoyaba el consumo excesivo de alcohol. Así que era un producto regulado en nuestra tienda. Tampoco vendíamos cigarrillos, ni nada que se considerara dañino para las personas.

—¿Y qué pasa si quiero llevar más? —le dijo uno de los motoqueros, en tono poco amistoso, a papá.

—Oh, lo lamento joven, pero si desea más, tendrá que acudir a otra tienda.

—En realidad quiero más que solo un par de cervezas.

Papá y yo intercambiamos miradas de desconfianza.

Entonces, sorpresivamente, uno de los sujetos me tomó por los brazos y el otro hizo lo propio con papá.

—Revisa la caja —ordenó el motoquero que sostenía a papá, al que estaba libre.

El sujeto se acercó a la caja y no encontró nada.

Como estábamos a punto de cerrar, papá ya había guardado el dinero en mi bolso para que yo lo depositara al día siguiente. Era lo que siempre hacíamos. Nadie sospechaba que un adolescente manejara grandes sumas de dinero. Y como el del banco era nuestro amigo, siempre me dejaba depositar todo sin ningún problema.

Al ver que la caja estaba vacía los sujetos se enfurecieron y patearon algunas mercancías que tenían a su alrededor.

—Pueden llevarse todo lo que quieran —les dijo papá—. Entiendo que tienen muchas necesidades.

—O puedes decirnos dónde escondiste el dinero, ¡maldito viejo! —le gritó al oído el motoquero que lo sujetaba.

Entonces, sin que papá hiciera nada malo, el sujeto empezó a darle puñetazos en el rostro. Papá aguantó el dolor en silencio, no quería hacer ruido para no llamar la atención de mamá o Fabricio y ponerlos en peligro.

Antes de ser una princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora