Prólogo

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Hyde Park, Londres 8 de abril de 1912


Mientras el se dejaba caer de rodillas y se echaba a llorar, él miró en todas direcciones. Como había supuesto, a esa hora, el parque estaba vacío. Faltaba mucho para que el jogging se pusiera de moda, y para los vagabundos que dormían en los bancos cubiertos solo con un periódico hacía demasiado frío.


Envolvió con cuidado el cronógrafo en el paño y lo guardó en su mochila, mientras el permanecía acurrucado junto a uno de los árboles de la orilla norte del Serpentine Lake sobre una alfombra de flores marchitas.


Sus hombros se sacudían convulsivamente, y sus sollozos sonaban como los quejidos desesperados de un animal herido. Él no soportaba verlo así, pero sabía por experiencia que era mejor dejarlo en paz, de modo que se sentó a su lado en la hierba húmeda por el rocío, miró hacia la superficie, lisa como un espejo, del lago y esperó.


Esperó a que el dolor, que probablemente nunca lo abandonaría del todo, se aplacara un poco.


Aunque en realidad sentía lo mismo que el, trató de dominarse. No quería que encima tuviera que preocuparse por él.


—¿Ya se han inventado los pañuelos de papel? — preguntó finalmente, tratando de contener el llanto y volviendo hacia él la cara mojada por las lágrimas.


—Ni idea, pero puedo ofrecerte un pañuelo de época de tela con monograma.


—H. M. No se lo habrás robado a Hyori...


—Me lo dio por iniciativa propia. Puedes sonarte tranquilamente, príncipe.


El esbozó una sonrisa mientras le devolvía el pañuelo.


—Te lo he dejado hecho un asco. Lo siento.


—¡Da igual! En esta época los cuelgan a secar al sol y los utilizan otra vez —explicó él—. Lo importante es que has dejado de llorar.


Enseguida las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos.


—No tendríamos que haberlo dejado en la estacada. ¡Nos necesita! No sabemos si nuestro truco funcionará, y nunca podremos saber si ha dado resultado.


Al oír sus palabras, sintió una punzada de dolor.


—Muertos le hubiéramos servido aún menos —repuso.


—Si hubiéramos podido escondernos con el en algún sitio, en el extranjero, bajo nombres falsos, solo hasta que fuera lo bastante mayor...


Él lo interrumpió, sacudiendo enérgicamente la cabeza.


—Nos hubieran encontrado dondequiera que hubiésemos ido, ya lo hemos discutido mil veces. No lo hemos dejado en la estacada; hemos hecho lo único que podíamos hacer: darle la posibilidad de vivir una vida segura. Al menos, durante los próximos dieciséis años.

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