Capítulo 10

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Manto: terciopelo veneciano forrado con tafetán de seda; traje: lino estampado alemán, orlas de encaje de Devonshire y camisa de brocado de seda recamado.
Madame Rossini extendió con cuidado las prendas sobre la mesa. Después de la comida, mistress Jenkins había vuelto a llevarme al cuarto de costura. Allí me encontraba más a gusto que en el austero comedor. En la pequeña habitación había telas maravillosas por todas partes, y madame Rossini, con su cuello de tortuga, tal vez era la única persona de la que ni siquiera mi madre podía desconfiar.

—Todo en azul uniforme con ornamentos en crema, un elegante conjunto de tarde —continuó—. Y los correspondientes zapatos de brocado de seda a juego. Mucho más cómodos de lo que parecen. Por suerte, tú y el palo de gallinero calzáis el mismo número. —Apartó mi
uniforme de la escuela cogiéndolo con la punta de los dedos

—. Uf, qué horror, cualquier chico, por bonito que sea, tiene que parecer un espantapájaros con esta cosa. Si al menos se pudiera acomodar el pantalón a la moda. ¡Y ese espantoso color amarillo orín! ¡Quien haya ideado semejante disfraz debe de odiar a muerte a los escolares!

—¿Puedo conservar la ropa interior?

—Solo los boxers —respondió madame Rossini. (Ella pronunciaba una especie de boxersss que sonaba muy simpático)—. No encaja con la época, pero no creo que nadie mire bajo el pantalón. Y si lo hace, le das un buen puntapié que le haga ver las estrellas. No lo parece, pero las puntas de estos zapatos están reforzadas con hierro. ¿Has ido al lavabo? Es importante que vayas, porque una vez que te hayas puesto el traje será difícil...

—Sí, ya me lo ha preguntado tres veces, madame Rossini.
—Solo quiero asegurarme de que todo vaya bien.

Yo no paraba de sorprenderme por la forma en que se preocupaban por mí allí y la atención que prestaban a los pequeños detales. Después de comer, mistress Jenkins incluso me había dado un neceser sin estrenar para que pudiera lavarme los dientes y la cara.

De entrada me había imaginado que la camisa me cortaría la respiración y me presionaría el estómago repleto de asado de ternera, pero en realidad era sorprendentemente cómoda.

—Y yo que pensaba que los donceles caían desvanecidos uno tras otro cuando se embutían en estas cosas...
—Bueno, de hecho a veces pasaba. Primero porque la ataban demasiado fuerte. Y luego porque el ambiente podía cortarse con un cuchillo, porque nadie se lavaba y solo se perfumaban —dijo madame Rossini, y sacudió la cabeza solo de imaginarlo—. En las pelucas vivían chinches y pulgas, y he leído en algún sitio que a veces incluso había ratones que construían alí sus nidos. Así eran las cosas: coexistían la moda más hermosa que imaginarse uno pueda con un sentido de la higiene nulo. Por otro lado, tú no llevas una camisa como esas pobres criaturas, tú llevas una creación especial à la madame Rossini, cómoda como una segunda piel.

—Ah, vaya.

Me sentí terriblemente excitado al meterme en el traje.

Tenía que admitir que el traje, era muy cómodo y realmente me iba como un guante.

—Hechizador —dijo madame Rossini, y me empujó ante el espejo.

—¡Oh! —exclamé sorprendido.
¿Quién hubiera dicho que una funda de sofá podía tener un aspecto tan maravilloso? Y yo con ella. Qué delicada se veía mi cintura, y qué azules mis ojos.

—Habrá que añadir un poco de encaje —dijo madame Rossini, que me había seguido la mirada—. Al fin y al cabo, es un traje de tarde. Pero por la noche uno debe enseñar lo que tiene. ¡Espero que tengamos el placer de hacerte también un traje de baile! Ahora nos ocuparemos de tu pelo.
—¿Llevaré una peluca?
—No —dijo madame Rossini—. Eres un jovencito y será a pleno día. Bastará con que te empolves bien el pelo y lleves un sombrero. (Casi se atraganta al decir sombgego.) No hace falta que hagamos nada con tu piel, es puro alabastro. Y esa bonita peca en forma de media luna en la sien puede pasar perfectamente por un lunar pintado. Très chic.

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