Capítulo 3

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Cuando pude volver a ver con claridad, un coche de época doblaba la esquina y yo me encontraba arrodillado en la acera temblando del susto.
Había algo que no encajaba en la calle, algo diferente en su aspecto habitual. En los últimos segundos, todo había cambiado.
En lugar de llover, en esos momentos, soplaba un viento helado, y era mucho más oscuro que antes, casi de noche. El magnolio no tenía flores ni hojas. Ni siquiera estaba seguro de que fuera un magnolio.
Las puntas de la verja que lo rodeaba estaban pintadas de dorado. Habría jurado que el día anterior aún eran negras.
De nuevo un coche de época dobló la esquina. Era un vehículo extraño, con ruedas altas y radios claros. Miré a lo largo de la acera. Los charcos habían desaparecido. Y las señales de circulación. En cambio, el pavimento estaba deformado y abombado, y las farolas tenían un aspecto distinto, su luz amarillenta apenas alcanzaba hasta el siguiente portal.
Tenía un mal presentimiento, pero no estaba dispuesto a reconocerlo.
De modo que respiré hondo y luego volví a mirar alrededor, esta vez más a fondo.
Bien, en realidad, no habían cambiado tantas cosas. La mayoría de las casas tenían el mismo aspecto de siempre. Aunque, al fondo, la tienda de té donde mamá compraba siempre aquellas deliciosas galletas Prince of Wales había desaparecido, y en la esquina había una casa con unas macizas columnas en la parte delantera que nunca había visto.
Un hombre con sombrero y un abrigo negro me dirigió una mirada ligeramente irritada y siguió adelante sin decir nada y sin siquiera tratar de ayudarme. Me levanté y me sacudí la suciedad de las rodilas.
El mal presagio se convirtió lenta pero inexorablemente en una terrible certidumbre.
¿A quién quería engañar?
No había ido a parar casualmente a una carrera de coches antiguos, ni el magnolio había perdido sus hojas de repente. Y aunque hubiera dado cualquier cosa por que en aquel momento Nicole Kidman apareciera a la vuelta de la esquina, por desgracia, aquello tampoco era el escenario de una película de Henry James.

Sabía perfectamente lo que había ocurrido. Sencilamente, lo sabía. Y también sabía que tenía que haber algún fallo.
Había aterrizado en otra época.
No Minho, sino yo. Alguien había cometido un grave error.
De repente empezaron a castañetearme los dientes. No solo de excitación, sino también de frío. Estaba helado.
Las palabras de Minho resonaron de nuevo en mis oídos. «Cuando llegue el momento, sabré lo que tengo que hacer.»
Claro, Minho sabría lo que tenía que hacer, pero a mí nadie me había explicado nada. De modo que me quedé plantado en un rincón de la calle temblando y observando cómo la gente que pasaba me miraba boquiabierta, aunque, a decir verdad, no era mucha. Una mujer joven que llevaba un abrigo que le llegaba a los tobillos y una cesta al brazo se acercaba seguida por un hombre con sombrero y el cuello subido.
—Perdone —dije—, ¿le importaría decirme en qué año estamos?
La mujer hizo como si no me hubiera oído y apresuró el paso.
El hombre sacudió la cabeza.
—Qué desvergüenza —gruñó.
Lancé un suspiro. De todos modos, la información tampoco me hubiera servido de mucho. En el fondo importaba poco que nos encontráramos en el año 1899 o en el 1923.
Pero al menos sabría dónde estaba. Vivía a apenas cien metros de aquí. Lo más sencillo era ir a casa.
Algo tenía que hacer, ¿no?
A la luz del crepúsculo, la cale tenía un aspecto pacífico y tranquilo mientras volvía despacio hacia casa mirando en todas direcciones. ¿Qué era distinto? ¿Qué era igual? Incluso observándolos más de cerca, los edificios se parecían mucho a los de mi época, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que había muchos detalles que veía por primera vez; aunque también podía ser que no me hubiera fijado bien antes. Instintivamente lancé una ojeada al otro lado de la calle, al número 18; pero la entrada estaba vacía, no había ningún hombre de negro a la vista.
Me detuve.

Nuestra casa tenía exactamente el mismo aspecto que en mi época. Las ventanas de la planta baja y del primer piso estaban iluminadas, y también había luz arriba, en la habitación de mamá. Sentí una terrible añoranza al verla. De los remates de las ventanas del tejado colgaban carámbanos.
«Cuando llegue el momento, sabré lo que tengo que hacer.»
A ver, ¿qué habría hecho Minho en ese momento? Se estaba haciendo de noche y hacía un frío que pelaba.
¿Adónde hubiera ido Minho para no congelarse? ¿A casa?
Miré hacia las ventanas de la fachada. Tal vez mi abuelo ya viviera en esa época. Tal vez incluso me reconociera al verme. Al fin y al cabo, me había hecho saltar sobre sus rodillas cuando era pequeño…
¡Bah, tonterías! Aunque ya hubiera nacido, difícilmente iba a poder acordarse de que iba a mecerme en sus rodillas cuando fuera un anciano.
El frío que se colaba bajo mi impermeable hizo que me decidiera: sencillamente llamaría y pediría alojamiento para la noche.
La cuestión era cómo iba a hacerlo.
«Hola, me llamo Felix y soy el nieto de lord Lucas Montrose, que posiblemente aún no haya nacido.»
No podía esperar que me creyeran. Probablemente, de un momento a otro me encontraría encerrado en una institución mental. Y seguro que en esa época eran lugares siniestros de los que, una vez dentro, ya no se volvía a salir jamás.
Por otra parte, tenía pocas alternativas. Pronto estaría todo oscuro como boca de lobo, y tenía que encontrar un sitio donde pasar la noche si no quería congelarme. Y si no quería que me descubriera Jack el Destripador. ¡Maldita sea! ¿Cuándo había actuado el Destripador exactamente? ¿Y dónde? ¡Esperaba que no en el respetable barrio de Mayfair!
Si conseguía hablar con alguno de mis antepasados, tal vez pudiera convencerle de que sabía más cosas de la familia de las que podía conocer un extraño. ¿Quién, por ejemplo, aparte de mí, podía responder sin vacilar que el caballo del tatatatatarabuelo Hugh se llamaba Fat Annie? Aquello solo podía saberlo alguien de dentro.
Una ráfaga de viento hizo que me estremeciera. Hacía un frío terrible. Parecía que en cualquier momento fuera a ponerse a nevar.

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