𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐈𝐈𝐈

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— ¡Gloria a ti, Señor por los siglos de los siglos! ¡Amén! — gritó el padre Alfonso.

Todas gritaron exactamente lo mismo al unísono. Luego de eso, la misa terminó.

Ayudaste a las hermanas a limpiar la catedral como de costumbre y después acompañaste a la hermana Eirene al pueblo por víveres para el desayuno de ese día. Era un día tranquilo, como todos los de tu vida.

Compraron huevos, tocino, mantequilla, frijoles y pan.

Lo último que compró la hermana Eirene fueron flores para una madre superior.  Por ende, te dejó sola un momento mientras iba a la florería. Miraste el cielo, viste unas aves pasar de color amarillo. Eran preciosos. Te preguntaste ¿qué se sentiría ser un pajaro? ¿cómo sería ir a dónde quieras?

— ¡Hola (Nombre)! — exclamó alguien. Giraste para ver al dueño de la voz y era Emmet. Era un viejo amigo. Habías hablando con él algunas ocasiones ya que fue monagillo en la catedral hace tiempo.

— Hola ¿vas al bosque?

— Sí, iré a ayudarle a mi padre.

— Oh que bien. Ten mucho cuidado. Escuche que había osos cerca.

— No te preocupes. Puedo volarle la cabeza a uno de ellos.

Reíste ante el comentario.

— Ah...bueno, quería saber si después de que maté algunos osos ¿quisieras que te lleve, no sé, una malteada de la señora Higgins?

— Sabes que no puedo aceptarlo — bajaste la cabeza. Intentos fallidos de liberarte de las ataduras del monasterio. 

— Sí ya sé, pero como amigos. La intención será como amigos.

— No creo que las hermanas te crean — comentaste. La entrada a los hombres en el monasterio era muy estricta, no podían entrar a menos que tuvieran algún cargo religioso comprobado.

— Lo intentare.

— Está bien. Esperaré esa malteada — susurraste y la respuesta hizo sonreír al chico.

— Bien, te veo luego — se despidió con una sonrisa soñadora en el rostro y desapareció de tu vista. Fue una charla agradable. Él tenía unas cuantas pretendientes así que lo más probable es que el próximo año se casará con alguna de ellas.

La hermana Eirene apareció enseguida y se fueron de regreso al monasterio.

Ayudaron a preparar el desayuno, huevos con tocino. Después de eso comieron sus debidos alimentos junto con las demás integrantes del lugar. Esa ocasión te tocó lavar todos los platos. Si bien eran muchos, no te diste por vencida y terminaste lo que se te había indicado. Claro que tu espalda y manos sufrieron las consecuancias.

El resto de tu mañana y día antes de la misa vespertina, fue bastante normal como las otras. Agregando que ayudaste a los niños a decir bien sus oraciones y limpiaste el pasillo principal. Posteriormente fuiste a la catedral a tomar misa.

A veces te aburrías por no decir que siempre, pero no podías decir nada puesto que era la manera de agradecer a las personas que te acogieron cuando tú eras apenas un bebé abandonado. Ellos te recogieron en la entrada, te dieron comida, un techo y ropa para vestir. Te enseñaron lo que sabían, te educaron y pronto serías oficialmente una monja. En el fondo, no te alegraba eso. Renunciarías a todas las experiencias de tu vida para dárselas a Dios y nada más que a él. Claro que no podías decir aquello en voz alta.

La misa terminó para tu conveniencia.

La hora de la comida llegó casi inmediatamente  y el platillo fuerte era carne con ensalada. Delicioso y nada barato. Así que disfrutaste cada pedazo de carne en tu paladar.  Una vez terminaste de comer, las hermanas te encargaron a los niños por lo que tuviste que acompañarlos al jardín, dónde el sol estaba a todo lo que da y no había ni una sombra que te refrescara.

Rᴇᴢᴀ ᴛᴏᴅᴏ ʟᴏ ϙᴜᴇ ϙᴜɪᴇʀᴀs; Tᴏᴅᴏʀᴏᴋɪ SʜᴏᴛᴏDonde viven las historias. Descúbrelo ahora