Prólogo

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Las criaturas de la noche muerden para matar o para condenar

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Las criaturas de la noche muerden para matar o para condenar.

Era eso lo que todos los adultos le decían a los niños antes de irse a la cama. No como un tétrico cuento de fantasmas, sino como una advertencia. Así como cuando te piden que no hables con extraños, que no te salgas del camino del bosque, o que no debes decir mentiras porque te saldría una cola. Lo decían cada vez que asistían a la Iglesia, e incluso en las lecciones en casa. Por años había creído que no era otra cosa más que un mito; una leyenda, o una simple historia de ancianos para asustar a niños desobedientes. Pero, en el momento en que escuché los gritos aterrados del exterior, supe que no eran mitos en lo absoluto.

—No temas —susurra mi hermana junto a mí. Desliza una mano por mi mejilla de manera cariñosa antes de volver a sujetar con firmeza el arma en sus manos. Es grande, larga, como aquellas que nuestro padre solía usar en sus cacerías de ciervos—. Pronto acabará.

La miro desde mi lugar, oculta entre los abrigos y mantas que abarrotan el armario. No puedo dejar de mirar el arma en sus manos, cuyo cañón reluce en la penumbra como solía hacerlo el collar de perlas de nuestra madre. No sé de dónde la ha sacado, considerando que los prestamistas de nuestro padre nos lo habían arrebatado todo después de su muerte. A penas si nos habían permitido conservar nuestra ropa y algunos recuerdos de nuestra madre. Habíamos tenido que vender la mayoría de esas cosas para conseguir un techo donde vivir y, desde luego, las manos de mi hermana habían perdido su envidiable delicadeza ante el trabajo duro; había tenido que hacer cosas que nunca antes creí posibles para una joven de nuestra alcurnia, pero sostener un arma jamás... Hasta ahora.

Hay un ruido estrepitoso afuera y ella hace ademán de cerrar la puerta, pero la detengo.

—¡Espera! —digo, no demasiado alto, con el temor de que las criaturas que azotan nuestro pueblo puedan oírme. Entonces susurro—: Quédate conmigo.

Una gruesa línea de sal, que apesta a algo que no es sal, interrumpe el patrón del gastado suelo de madera, interponiéndose entre ella y yo. Mi hermana se acerca sin estropearla y besa mi frente.

—Mi querida Elaine. —Me toma de la barbilla y me obliga a mirarla. Sus ojos azules centellean en la oscuridad—. Alguien debe proteger nuestro hogar. Esta noche lo haré yo, pero, en unos años, lo haremos juntas, ¿verdad que sí? —Asiento, no queriendo dejarle ver lo asustada que estoy. Antes, ella no tenía que protegernos de nada, porque cuando nuestros padres vivían, sus hombres nos protegían de todo. Los mismos hombres que se marcharon sin decir adiós aquel día terrible en que llegaron los cobradores. Entonces mi hermana tuvo que protegerme. Lo ha hecho todos los días después de ese. Ella sonríe, de esa manera tan suya, tan confiada y tan hermosa—. Esa es mi pequeña valiente.

Algo estalla no muy lejos de aquí, seguido de un alarido agónico que me hace dar un salto.

—¡Lucille!

—Elaine, escúchame bien —dice, impávida—. Sé valiente. Lucha. Jamás dejes de luchar. ¿Puedes prometerme eso?

Muy a mi pesar, asiento, aunque sea más para complacerla. Ella vuelve a depositar un beso en mi coronilla y retrocede.

De Piel y HuesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora