Capítulo 9

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—¡No puedo creerlo! —Exclama Jerome—. ¡Doscientos lyrios!

—Nada mal, ¿verdad?

Él suelta una carcajada cargada de emoción e incredulidad.

—¿Quién crees que haya apostado por nosotros? —me pregunta. Luce emocionado.

—Pues, lo hice yo.

Me mira, y la risa desaparece de su rostro.

—¿Qué quieres decir?

—Aposté todo mi dinero a nuestro primer desafío, por lo que, técnicamente, esas monedas son mías.

—No puedo creer que hayas hecho eso...

—¡Tenía qué! El hombre de la taberna no me iba a permitir inscribirnos si no hacía algo que le pareciera beneficioso para él.

­—Claro... La victoria no está en la fuerza, sino en la estrategia.

—Exactamente.

Él vuelve a sonreír, aunque esta vez con menos ganas, y termina de beberse el ron que se ha robado de una bandeja del pasillo para celebrar nuestra primera victoria. El silencio nos envuelve y cada uno se pierde en sus propios pensamientos. En mi cabeza todavía se repiten las súplicas de aquel hombre... No había sido la primera vez que me veía en la misma situación, pero todas ellas siempre logran dejar una huella en mí. Podría enumerar cada una de mis víctimas. Podría describirlas una a una. Y si pudiera soñar, seguramente me perseguirían en mis sueños. Hubo un tiempo en el que me gustaba creer que podría salvarlos. Que podría ayudarlos. Pero aquello jamás fue una opción en realidad. Eran condenados, y siempre lo serían.

Acostada como estoy, arrullada sobre el sofá, casi no me doy cuenta de que Jerome me mira desde el suelo, cerca de la chimenea. Y tengo el leve presentimiento de que lleva haciéndolo por un buen rato.

—¿Cómo lo hiciste? —me pregunta finalmente.

—Sabes cómo lo hice.

Él niega.

—No, me refiero a... ¿Cómo llegaste a él tan rápido? —Mira lo que queda en la botella antes proseguir—. Un momento estabas corriendo junto a mí y luego, se me hizo imposible seguirte el paso.

—Tal vez haya sido la adrenalina.

—No, Lucille, de verdad. El día que nos conocimos me interceptaste aun cuando creía haberte dejado muy atrás. Cruzaste el pueblo para llegar a mí. Y no sé por qué, pero no he podido dejar de pensar en ello.

—Lo piensas demasiado.

—¿De verdad? Porque yo creo que es lógico que lo haga. —Se ha vuelto demasiado serio y no me gusta el rumbo que ha tomado todo el asunto—. No sé nada de ti más allá de lo que has dicho y no puedo dejar de sentir que solo me has mentido todo este tiempo.

—Tal vez no lo quiero —digo, y me incorporo del sofá—. Tal vez no quiero que sepas nada sobre mí más allá de lo que te he dicho.

—¿Por qué?

—¿Por qué te interesa?

—No lo sé, solo lo hace. Quiero saber con quién he estado todos estos días. Quiero...

Rio con desgana.

—¡Jerome, por lo más sagrado!

—Sabes quién soy, Lucille. Sabes mi historia y sabes lo que pretendo hacer. No me parece justo...

—¿El qué? —le interrumpo—. ¿El que yo no quiera sentarme a tus pies y contarte todo sobre mi vida? No somos amigos. No somos nada. Y después de que todo esto termine, me iré y no volverás a verme nunca. Así que, dime, ¿qué caso tiene que te hable sobre mí, cuando en una semana no ha de importar?

De Piel y HuesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora