Capítulo 4

2K 239 133
                                    

Existía una leyenda.

No era famosa; ni siquiera de aquellas que se susurraban en las veladas durante las noches frías. Esta había llegado a mis oídos de forma inesperada y me había hecho recorrer el reino en busca de su veracidad. No había encontrado a la primera persona, viva o no muerta, que la creyera. «Es solo una leyenda», decían aquellos a quienes había preguntado, pero eso no había mermado mis esperanzas. Después de todo, todas las leyendas habían nacido de algún hecho.

«Una maldición solo puede ser deshecha por su creador. Mientras este viva, lo hará también su creación.»

Aprieto el anillo que he tenido encerrado en mi puño y dejo escapar un suspiro mientras el recuerdo vuelve a mí como un eco.

Te encontraré, juro en silencio. Te haré pagar por lo que has hecho.

Cuando la sombra del bosque se termina, me detengo. Jerome había asegurado que iríamos hasta la casa de campo del conde Rinaldi, pero la estructura blanca que se alza ante mis ojos parece más bien un castillo, con amplios ventanales y techos a dos aguas de un verde esmeralda, con vastos jardines finamente cuidados a pesar del otoño. Es justo lo que esperarías que fuera el hogar de un noble, o un no muerto... que es en parte la razón por la que me encuentro deseando que así sea. Tengo que pasar la mirada dos veces para cerciorarme de que no haya guardias vigilando desde las sombras; con todas esas esculturas de mármol que asoman por encima de los setos es fácil pasarlo por alto.

Siento un brusco tirón en el brazo cuando Jerome trata de sacarme del camino y de inmediato tengo una daga en la mano y el otro brazo presionado contra el pecho del joven, aplastándolo contra el muro de piedra que rodea la propiedad.

—¿Qué crees que intentas, ladrón? —le gruño en la cara.

Él levanta las manos en son de paz y suelta un gemido.

—¡Nada! Solo iba a llevarte hasta los establos...

—¿Intentas robarme de nuevo?

—¡Por supuesto que no! Solo intento evitar que alguien te vea.

—¿Qué?

—No sería bueno que alguien te viera aquí —dice. Arroja una significativa mirada en dirección a mi brazo y lo dejo ir. Él coge aire con ímpetu antes de recobrar el habla—: ¡Dios! Vaya que eres paranoica! ¿Y siempre has tenido esa daga bajo la manga?

—¿A qué te refieres con que no sería bueno de que me vieran aquí? —Vuelvo a repasar el lugar con mis ojos, pero no encuentro nada extraño.

—Es el hogar de un conde —responde—, no una posada turística. No cualquiera puede entrar sin ser esperado, y aunque lo hicieras, todos comenzarán a hacer preguntas y chismorrear. Y créeme, no queremos que llegue a oídos del Conde.

­—Si es así como dices, ¿por qué me has traído hasta aquí?

—Tenía que asegurarme de algún modo de que no me dejarías atrás.

Abro la boca para replicar, pero un movimiento en el extremo de mi periferia capta mi atención. Me giro y veo a un hombre de pie ante la puerta, observándonos. Jerome sigue la dirección de mi mirada y palidece.

—Oh, mierda.

—¿Ese es el conde? —pregunto, sin molestarme en ocultar mi decepción.

—No —responde Jerome—, es peor.

El hombre tiene un aspecto estirado, y no lo es solo por su chaqué elegante, sino algo en sus facciones; su nariz excesivamente aguileña y sus párpados caídos, como si cargasen un inmenso cansancio, combinan a la perfección con la mirada dura e inexpresiva, intimidante. Me recuerda a un águila harpía. Mira de mí a Jerome antes de dar un paso al frente e inclinar la cabeza.

De Piel y HuesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora