Epílogo

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Que sus heridas sanaran había sido el primer indicio. Se habían cerrado y su piel había vuelto a la normalidad, dejando como única huella tan solo unas levísimas cicatrices blancas. Toda herida, magullón y quemadura que podría haber tenido previa a su muerte habían desaparecido. Y, al tercer día, cuando sus ojos se abrieron, realmente temí haber cometido un error.

Jerome no había pronunciado palabra alguna. Tampoco se había escapado para causar estragos en un intento de saciar su sed. No había perdido el control. En su lugar, se había quedado acostado en su cama, mirando hacia el techo con expresión ausente.

Le había tomado un par de días ajustarse a su nuevo cuerpo; comprender lo que había hecho en mi desesperación por mantenerlo conmigo. Aceptaba la sangre que le traía, servida en un tarro de madera. A Margot se le había hecho sencillo conseguirla, solo había tenido que soportar las incansables chácharas del carnicero del mercado, y luego este le proveía sangre de ternero, cerdo y hasta de vaca.

Nunca le preguntó para qué la quería, y ella nunca se lo contó, tampoco.

Pasadas dos semanas desde nuestra batalla en Emeraude, me acerco a él. Siento que le debo una disculpa, puesto que él nunca me había pedido que lo salvara. Claro que, no sueles pedir permiso para salvarle la vida a una persona que está muriendo, solo lo haces y ya, porque sabes que es lo correcto. Lo que yo había hecho era diferente, y a él no parecía agradarle demasiado el resultado.

Sin embargo, al verme, me dedica una sonrisa que podría iluminar el mundo entero.

—Esto de ser vampiro me agrada —declara, dejándome aturdida. Luego, hace una mueca—. Aunque la sangre es repulsiva, si me lo preguntas. Alivia mi hambre, o mi sed... Todavía no tengo claro lo que siento. Pero, me es difícil comprender por qué a los demás les fascina.

Me dejo caer a su lado, soltando un pesado suspiro.

—Creía que estabas molesto —confieso.

Él hace una mueca.

—Al principio me sentí perdido —cuenta—, como si no fuese yo mismo. Creo que trataba de asimilar que había muerto. Pero, oye, este cuerpo se siente bastante bien. Quiero decir, sé que sigue siendo mi cuerpo, pero se siente diferente... Más fuerte, más rápido, más hábil. Veo, huelo y escucho de manera diferente. Así que no, no estoy molesto. Tampoco te culpo por la decisión que tomaste esa noche, porque yo habría hecho exactamente lo mismo.

Trago con fuerza el nudo que se atora en mi garganta y asiento.

—Pues en ese caso, me hace feliz que sigas con nosotros —le digo.

—¿He de suponer que Dorian está ahora en el infierno?

—Por amor a Dios, espero que sí.

Él sonríe.

—Lo tenía merecido. Cuéntame que sucedió después.

Cojo aire y le relato lo que hicimos para vencerle, e incluso le cuento lo que sucedió después de eso. Sobre como la Cathedrale du Soleil se mantuvo en pie ante la adversidad y de cómo ahora los residentes, unidos ante la desgracia, se habían puesto manos a la obra para restaurar todo el edificio. La fe mueve montañas, había oído decir.

Habían muerto muchos inocentes, sobre todo Purificadores. Dorian había conseguido dar su golpe de gracia contra su enemigo jurado, pero no había tenido el tiempo para regodearse, puesto que al final no había salido victorioso.

Sin embargo, no le cuento sobre que, aunque la edificación sagrada más grande del reino se encuentre ahora siendo alzada de entre las cenizas, una leyenda ha comenzado a expandirse sobre ella. Es la historia sobre el alma de una antigua Purificadora, quien recorre los pasillos con la promesa de proteger a sus habitantes. Muchos juraban haberla visto recorrer la estructura mientras ardía y atribuían que había sido ella quien había detenido el fuego. Los que la habían conocido en vida la recordaban con cariño, los que solo conocían su historia la respetaban. Su nombre era Elaine, y había dado su vida por los Purificadores y la seguridad de su reino antes de su misteriosa desaparición.

De Piel y HuesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora