Capítulo 8

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Yas no se había dado cuenta hasta que no salió de su propia alcoba de que se había quedado sin lugar para dormir. La casa en la que vivían era enorme, pero todas sus cosas estaban en el dormitorio que le había cedido a Vera. Tenía que buscar otro lugar y la habitación de Héctor no era una opción. No podía compartir cama con él, si fueran amigos solamente no habría ningún problema, pero no lo eran. Héctor seguía burlándose de ella todavía. Continuaba mandándole señales contradictorias justo como en el pasado. Pero ella no iba a caer, no de nuevo. Era consciente de que sus sentimientos se habían despertado, aunque los mantenía ocultos bajo llave. Tenía la obligación de protegerse; le habían hecho mucho daño como para entregar su corazón fácilmente. Temía que se lo volviese a romper. Una vez era suficiente, dos era de ser estúpida. Él acababa de salvarla del padre de Vera y eso había cambiado su relación, sin embargo, no lo había perdonado, era incapaz de hacerlo. Podría fingir que son buenos amigos, pero sin llegar a nada más. No era culpa suya todo el sufrimiento que había pasado, pero sí, la humillación que sufrió durante dos años. Las burlas de él y sus amigos la habían perseguido en todas las fiestas en las que se lo había encontrado. Tan grande fue la humillación que no tuvo más remedio que recurrir a una burda mentira: inventarse un novio de otra ciudad para que la dejasen en paz. Se avergonzaba de tener que recurrir a aquella mentira, pero cumplió su propósito. Las burlas cesaron al poco tiempo y no supo más de él desde que se marchó a la capital.

- Irma - detuvo al ama de llaves - ¿preparaste el dormitorio del conde? 

- Sí, Excelencia - la retuvo un poco más de tiempo en silencio. Suponía que en aquella casa debía haber más de una habitación, era enorme.

- Dime, ¿hay algún sitio donde poder descansar esta noche? - Irma parpadeó sin poder creerse lo que acababa de escuchar. Yas cruzó los dedos esperando la respuesta.

- Excelencia - comenzó con cuidado - pensé que compartiría habitación con el señor - terminó - solo se nos informó de acomodar una de las habitaciones del ala este.

- Me gustaría tener mi propio espacio, gracias - se dio media vuelta. En parte estaba aliviada, no quiso hacer caso a la otra parte, la que se sentía decepcionada. Irma le encontraría un lugar para ella y su batalla consigo misma acabaría. 

- Perdone, Excelencia - la detuvo - las demás habitaciones no han sido acondicionadas para alguien de su posición.

- No me importa - dormiría en el suelo si con ello evitaba la cama de Héctor. 

- Pero los muebles tienen polvo y la cama no ha sido arreglada para ser ocupada. Las habitaciones no han sido ventiladas durante años, el mobiliario en algunas esta deteriorado... - el pánico afloraba en su mirada.

Yas empezó a sentir pena por la mujer que tenía delante, no podía hacerle aquello. Era tarde cuando llegaron a la casa y en sus rostros podía ver el cansancio después de todo un día de trabajo. No. No podía obligarle a ella ni a las demás limpiar una habitación solo por capricho.

Tanto Héctor como ella lograron tener una relación con los empleados poco usual para el año 1800. La gente, que iba de visita a la casa, los miraban raro o criticaban a escondidas por ello. El hecho de que ellos participasen en las tareas del hogar era imperdonable. Un noble jamás trabajaba y mucho menos para personas de bajo estatus. Los nobles tenían gente que lo hacía por ellos y estos vivían por y para los nobles. Una idiotez. Héctor y ella eran más conscientes que las personas que formaban parte de la sociedad, quienes pensaban que el mundo giraba a su alrededor. Ellos se preocupaban por las personas que trabajaban en la casa. Las personas tienen sentimientos, dolores, se enferman, sienten deseos de ver a sus familiares y por si fuera poco ambos tenían dos manos funcionales y un cerebro con el que hacer las cosas. No tenía sentido que se quedasen de brazos cruzados mientras los demás sufrían. Cada vez que alguien se quejaba de algún dolor o se ponía enfermo, allí estaba ella para ayudarles y Héctor no se quedaba atrás. Cuando veía que alguien necesitaba una mano para levantar algo pesado, se la echaba, también arreglaba muebles y se ensuciaba las manos en el campo. Al principio, los empleados se opusieron a esa especie de trato que les otorgaban, pero no tardaron en disfrutar y sobre todo a mostrarse agradecidos.

Enredos del destino (Destino 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora