Capítulo 1: ¿Quién es Hapril?

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—Aún no me puedo creer todo lo que hemos logrado Hapril.

—A mi me cuesta aceptar que al final tenías razón, podemos con todo juntas. Gracias por ser esa mejor amiga incondicional, sin ti no hubiese tenido el valor que necesité en cada paso que di.

—¿Recuerdas como comenzó todo?

—Imposible olvidarlo, cada hecho y vivencia fueron los causantes de mi dolor, mi ira, y de la metamorfosis que sufrí.

—¿Puedes contarme la historia de nuevo?

—¿En serio? ¿No te aburres?

—Creo que ninguna persona retorcida se hartaría de escucharla

—Bueno, aquí voy una vez más:

Mi nacimiento fue la fecha más esperada durante mucho tiempo, mi padre, por un error cometido en el hospital esperaba crédulo y esperanzado a su tan ansiado varón, él sentía que ese niño sería la pieza que le faltaba a su vida y llenaría ese vacío que ninguna de sus otras cuatro hijas pudo llenar. El impacto al yo nacer tomó por sorpresa a todos, pero para Cameron –mi padre– tal noticia era inaceptable, al punto de que cuando me sostuvo en sus brazos por primera vez la repulsión y el desprecio que sintió hacia mí le llevaron a querer quitarme la vida y con desdén me dejó caer al suelo, a solo una inocente que acababa de llegar al mundo. Ante tal decepción tomó la decisión de abandonar a mi madre y no reconocerme como su hija. Me tocó vivir mis primeros meses en una casita inhabitable, teniendo como suelo la tierra, las ventanas eran de cartón y un techo que se caía por pedazos. Cuando llovía a mi abuela y a mi madre les tocaba correr conmigo hacia la casa de algún vecino porque en nuestro hogar había filtraciones por doquier. Las condiciones eran pésimas. Amor y una buena educación nunca me hubiese faltado allí y quizás un niño solo necesite eso para ser feliz.

La diferencia de edad entres mis padres era notable y a pesar de que Cameron tenía un vicio excesivo por las mujeres y el alcohol mi madre lo amaba. No se podía negar que era un hombre atractivo, alto, inteligente, de facciones finas, con un tono de piel entre moreno y trigueño que hacía una combinación perfecta con sus ojos café, pero sus cualidades no opacaban sus defectos. Mi madre era solo una muchacha de campo, de baja estatura, que no había podido concluir sus estudios por problemas económicos, una adolescente con sueños frustrados que nunca podría cumplir. En su relación siempre hubo discusiones por el carácter tan fuerte de mi padre, quizás fue culpa de la crianza que le dieron o tal vez se vio en la obligación de ser un hombre fuerte y sin sentimientos cuando fue elegido como jefe de un batallón a cumplir misión internacionalista. De cualquier modo no hay excusa que justifique comportamientos machistas y el desplegar la ira maltratando a una mujer. Mi mamá sentía que no valía nada y que nunca sería suficiente para ningún hombre. Mi padre al ir a trabajar la dejaba encerrada y mi abuela se pasaba meses sin poder siquiera verla. Él tenía normas que ella debía cumplir y por las que se debía regir sin protestar y de no hacerlo le esperaba ese maltrato físico al que lamentablemente ya estaba acostumbrada.

Dicen que el amor es ciego y quizás Kelly –mi madre– sea la prueba viviente de ello. Volvió a encontrarse con mi padre y a consecuencia de una noche de pasión quedó nuevamente embarazada, pero esta vez sí sería cumplido el sueño de mi papá, esperaba a un varón. Ella tomó la decisión de soportarlo todo por tener las mejores condiciones y darnos la mejor vida que ella nos podría ofrecer a mi hermano y a mí, esto sería al lado de nuestro padre. Él era un hacendado que vivía con lujos, fincas, carros y mucho dinero. Con la condición de que Kelly quisiera seguir con el embarazo, él estaría dispuesto a aceptarme como su hija, aunque eso no sería un impedimento para recordarme cada día que yo no significaba nada para él. Después de retomar su matrimonio la mayor muestra de afecto que recibí por su parte fue que me dejara subir en uno de sus lujosos carros. Nunca hubo un te quiero, un abrazo, ni siquiera podía esforzarse en recordar el día en que cumplía años. Desde niña tuve que aceptar que nunca tendría una figura paterna que se responsabilizara de mí.

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